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viernes, diciembre 5, 2025

Una cuestión de nombre / Enrique F. Pasillas en LJA

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Un abrazo a todos los jornaleros en el cuarto aniversario de La Jornada Aguascalientes. Seguro que vienen muchos más.

Se ha especulado mucho durante los pasados días sobre la iniciativa remitida por el titular del ejecutivo saliente –lleva mucha razón la “Rayuela” de hace unos días: “algunos alegran cuando llegan, otros más cuando se van”, (cita de Oscar Wilde)- al Congreso de la Unión a efecto de cambiar el nombre al país. Páginas editoriales, académicos, “comentócratas” y redes sociales ya se han pronunciado repetidamente sobre el asunto a favor y en contra; que más parecería una puntada dedicada a distraer a la opinión pública del trágico legado de un gobierno como el que se fue.

Pero lo cierto es que muchos colegas, amigos y conocidos nos han pedido a los abogados, juristas y aspirantes a serlo una opinión sobre el tema. Así que no sin ciertas reticencias sobre la importancia u oportunidad de este asunto, me veo compelido por algunos amigos y conocidos a dar la mía, ya que pese a todo, éste es un asunto de evidente interés público. Pero la siguiente opinión, una más, valdrá lo que pueda en la medida en que sea sostenida por argumentos. Vayamos allá.

Comienzo por lo que parece un lugar común, pero que hay que tenerlo muy claro: la propia Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, cuya lectura por lo demás es ciertamente muy recomendable, que tal es el nombre formal de nuestra carta fundamental vigente hasta la fecha, no deja lugar a ninguna duda: es ése y no otro el nombre oficial de nuestro país.

Así se repite constantemente a lo largo del texto constitucional, para empezar, en su primer artículo. Luego en el 10, el 12, el 27 fracción XV, y así en muchos otros.

De modo que de una primera revisión integral del ordenamiento fundamental no queda duda de que en el espíritu del legislador prevalecía de manera fehaciente la idea fundacional de que este país se llamara formalmente Estados Unidos Mexicanos y no México.

Otra cosa somos los mexicanos, los nacidos en el territorio nacional, el de los Estados Unidos Mexicanos, o bien los mexicanos nacidos en el extranjero y los naturalizados mexicanos, a quienes a nadie, dentro o fuera del país, se le ocurriría llamarnos “estadounidenses mexicanos” o “estadounidenses del sur”. Así lo consagra claramente el Capítulo II de la Constitución.

Luego, el artículo 40 constitucional es clave para entender el asunto. Y señala que “es voluntad del pueblo constituirse en una república representativa, democrática y federal, compuesta de estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior, pero unidos en una federación según los principios de esta ley fundamental.”

Así las cosas, y en todo caso, a la luz de la interpretación armónica de nuestro texto constitucional, el nombre debería en todo caso cambiarse por el de “Federación Mexicana”, o tal vez “República Mexicana”, como también aparece nombrada repetidamente en muchos otros artículos constitucionales.

Quede de manifiesto entonces que el concepto Estados Unidos Mexicanos no es un mero accidente, ni un capricho o un lapsus, pues existe por lo menos oficialmente por voluntad expresa del Poder Constituyente de la nación mexicana tan tempranamente como desde la redacción de la Constitución de 1824, recogido y ratificado por la de 1857 y así conservado expresamente por la vigente, de 1917.

En este punto cabe preguntarnos: ¿Quiénes son entonces nuestros políticos de turno, por alta que sea su jerarquía, para cambiar por mera ocurrencia el nombre adoptado y reconocido por los mexicanos para su país durante casi toda su vida independiente? ¿No será este impulso un reflejo de su frustración ante lo poco que pudieron o quisieron cambiar a este país durante su accidentado mandato?

Se puede decir que el nombre no refleja la realidad político y administrativa del país, que ese nombre es una copia o una imitación extra lógica del pacto constitucional norteamericano, y que no tiene caso conservar un nombre con el que nadie o casi nadie se identifica.

Difiero por completo de estas opiniones y explico por qué: el nombre oficial de Holanda, por ejemplo, es Reino de Los Países Bajos y que se sepa, por el momento a nadie allí se le ha ocurrido cambiarlo por Holanda a secas, aunque todos, dentro y fuera, lo llamemos así. Y hay más ejemplos: conocemos a La República Federal de Alemania simplemente como Alemania, sin que a los alemanes o a sus gobernantes les cause problema, que se sepa; y tres cuartos de lo mismo sucede con El Imperio Japonés, al que se conoce sólo como Japón. Otros casos son los de China, cuyo nombre oficial es República Popular China, o Francia, oficialmente República francesa; España, oficialmente Reino de España, o Portugal e Italia, ambas también oficialmente repúblicas en su nombre.

Y lo mismo pasa con las personas, que teniendo dos nombres de pila o a veces más, son conocidas sólo por uno de ellos o por ninguno, o inclusive por su mote cariñoso y familiar. Pero eso no quita que su nombre sea el que es. Por ejemplo, conozco y aprecio a un tocayo de nombre Enrique al que cariñosamente llaman “Kico”, y eso no altera, por fortuna, la naturaleza o esencia de su persona. Tampoco variará el nombre oficial que consigna su credencial para votar o su acta de nacimiento, por el hecho de que todos sus cercanos lo llamen Kico y prefieran llamarlo así.

En suma, sostengo que ningún derecho fundamental, prerrogativa política o aspiración histórica ni vivencia moderna nos quita ser ciudadanos de una República oficialmente denominada casi desde su fundación Estados Unidos Mexicanos; y sí en cambio nos acerca un poco al ideal republicano y federalista de nuestros antepasados que pervive en las ideas fundantes del pacto constitucional mexicano. Otra cosa es lo que hicieron los políticos en turno con el proyecto de nación que heredaron y que han mal gobernado de manera tan evidente.

Cabría sin embargo y de cualquier modo, dar entrada a cualquier iniciativa de cambio que los mexicanos decidamos. Incluso en el nombre oficial de nuestro país, pero lo cierto es que en todo caso, esto tendría que ser producto de una consulta y decisión democrática y por ende mayoritaria de los mexicanos, y no responder a pulsiones u ocurrencias oportunistas por injustificadas.

 

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