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Amores perros / No tiene la menor importancia

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El 11 de junio de 2012, Hernán Casciari, publicó una nota brillante en su blog. “Messi es un perro” es una confesión emocionada, el testimonio de un portento. Un conjunto de escenas de faltas cometidas a Lionel Messi, llevan a Casciari a concluir que Messi es un perro. La comparación no es injusta, es un elogio. El 10 del Barcelona juega futbol como un perro juega con una esponja, o una pelota, sin pensar en nada más, absolutamente concentrado en el objetivo, ignorante del contexto. Messi no finge dolor, no se preocupa por faltas. Nunca deja de ver el balón, siente el golpe, trastabillea, podría caerse, pero sigue. El insoportable mundo que ahora rodea al juego, las especulaciones de mercado, las reglas abrumadoras, la importancia que damos a las declaraciones, a los rumores, a la telenovela de vestidores, han sustituido al futbol. Nos preocupamos menos por un partido que por lo que pasa en torno a él. Messi es distinto, él todavía juega, y solamente juega.

Es tiempo de creer en la existencia del hombre invisible —y en la de la mujer invisible, no se me acuse de inequitativo—. He sido testigo del fenómeno. Durante años pedí a mis alumnos que, de manera individual, leyeran algún texto y después expusieran su contenido ante sus compañeros; implícita estaba, creía yo, la instrucción de comprender antes de transmitir. Unos pocos cumplían cabalmente con el encargo, otros lo hacían de manera aceptable, muchos, casi todos, optaban por volverse invisibles. Una serie de retorcidos razonamientos los llevaba a concluir que podían transferir el contenido de un libro sin haber entendido una sola palabra. Transcribían maquinalmente pasajes, casi al azar. Asistían a la sesión en blanco, y leían, robóticamente, una y otra, y otra nota. Suponían que, si no intervenían, si llegaban al nirvana y ponían su mente en blanco, la teoría los traspasaría y sus compañeros recibirían el conocimiento directo de la fuente, impoluto.

Algunos de los mejores cursos universitarios del planeta se imparten a cientos de kilómetros de aquí. Universidades como la de California o el Instituto Tecnológico de Massachussets compiten por el número de premios Nobel que han recibido sus equipos de profesores. Asistir como estudiante a Yale, Harvard, Stanford, Princeton, Oxford o Cambridge es privilegio de pocos. Hasta ahora. Afortunadamente, para quienes estamos acá, la tecnología ha conquistado nuestras universidades. Los laboratorios de computación —nombre chocante y mentiroso— ceden paso a las redes inalámbricas. Los pizarrones palidecen, o se vuelven inteligentes, o son flanqueados por televisores enormes —también inteligentes—. Estamos en contacto con el mundo. Por medio de video conferencias o lecciones disponibles en la red podemos asistir a las mejores clases, con los mejores profesores.

La modernidad también ha coqueteado con nuestras instituciones. Sin pausa ni arrepentimiento nos hemos precipitado a la carrera por la superación. Organismos siempre más importantes, más internacionales y más estrictos avalan nuestra calidad. Nuestros maestros dedican cada vez más horas, sacrificando incluso tiempo de clase, a compilar las pruebas con que se demuestra que las clases que imparten cumplen con los más escrupulosos requisitos. Los profesores acumulan cursos, diplomas, conferencias y publicaciones; asisten a congresos, imparten seminarios, escriben —así sea el mismo artículo siempre—, todo para obtener los puntos que requerimos, todo para demostrar que somos buenos. Las juntas académicas se concentran ya en lo esencial, atrás han quedado las reflexiones en torno a lo que hacemos, a la importancia de lo que enseñamos, a los problemas específicos de los estudiantes; ahora nos reunimos para discutir formatos, listas, requisitos, papeles. Los viajes de estudio importan, sólo si podemos probar que existieron. Lo trascendente es el papel que dice que estás capacitado, no que lo estés.

En academicearth.org es posible encontrar cursos completos impartidos por profesores, por ejemplo, de Yale. Es una delicia asistir, aunque sea a distancia, como un estudiante de la última fila, a una clase de tal categoría. Yale es una gran universidad, modernísima. Supongo que la tecnología de la que disponen sus profesores es despampanante. Y, sin embargo, mientras observo las clases, reparo en algo tremendo. Los salones no tienen pantallas inteligentes, ni tableros electrónicos, ni siquiera pintarrones. La mayoría de los profesores se las arregla con gises y pizarrones verdes, ni siquiera usan el proyector con frecuencia. Disculpo entonces a mis estudiantes. Siempre más avanzados que sus maestros, entendieron la dinámica antes. Ahora, nosotros, podremos volvernos poderosos, podremos ser invisibles como ellos. Pararse frente a un grupo con nada más que un gis, tu conocimiento y la pasión por transmitirlo será obsoleto. Power Point infinitos, un par de películas, dos o tres conferencias a distancia serán suficientes para enseñar.

Me resisto. No soy un nostálgico, no extraño todo; extraño sólo lo esencial. Hernán Casciari afirma que antes de la FIFA el futbol lo jugaban los hombres perro. Messi es el único de ellos que juega actualmente, porque ignora lo superficial, lo banal, del juego moderno. En Barcelona hay un hombre perro que mete goles, sé que acá, en México, hay maestros perro que apagarán las televisiones y seducirán con la palabra.

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