Con fecha estelar 1533.6, la tripulación del USS Enterprise toma a su cargo al náufrago Charlie Evans, de 17 años. De pequeño, Charlie, único sobreviviente de un accidente, quedó varado solo en el extraño planeta Thasus. Desde entonces ha aprendido todo lo que sabe gracias a las grabaciones que había en la nave en que viajaba. El capitán Ramart, de la nave Antares, lo ha recogido y pide al Enterprise que lo lleve con sus parientes, en el planeta colonia Alfa V. Sin embargo, un niño de tres años no podría haber sobrevivido sin ayuda en un planeta deshabitado y con muy escasas fuentes de alimento. Por ello, Spock piensa que quizá los thasianos, habitantes míticos y casi fantasmales del planeta, son reales.
Charlie es un tipo raro. Su proceso de adaptación a la sociedad avanza a pasos lentos. Cree haber entendido cómo se saludan los amigos, pero cuando pone en práctica su nuevo conocimiento, la chica a la que le da una nalgada lo toma a mal. Cuando la teniente Uhura improvisa una canción acerca de él, hace algo más que una rabieta de adolescente. Al parecer, Charlie se enoja fácilmente. Sus berrinches y enojos aumentan, se encapricha con la guapa señorita Rand, se molesta cuando pierde en el ajedrez tridimensional. Sus enojos llevan a que el capitán Kirk tenga que recordarle: “Hay millones de cosas en este universo que puedes tener, y millones de cosas que no puedes tener. No es agradable aceptarlo, pero así son las cosas.”
Pero, Charlie no sólo es un adolescente difícil —como todos—. También es especial —y espacial, si a ésas vamos—. La teoría de Spock era atinada, los thasianos existen. Estos seres incorpóreos con habilidades formidables decidieron compartir su poder con el niño humano para que pudiera sobrevivir. Esto, unido al carácter irritable y la personalidad caprichosa del jovencito resultan un cóctel explosivo. Sus berrinches, enojos e inseguridades lo llevan a tomar decisiones apresuradas y poco gentiles. Cuando Spock lo derrota en el ajedrez, no sólo se molesta, además derrite las piezas del vulcano. El rechazo de Rand lo lleva a evaporarla. También desaparece a un tripulante que se ríe de él, elimina el rostro de quienes se divierten, convierte en iguana a la chica que Rand le había presentado, usa a Spock como muñeco de ventrílocuo. Ah, y por si fuera poco, cuando se percata de que la tripulación de la Antares está por revelar su secreto, los elimina en un literal abrir y cerrar de ojos. Al final, se apodera del Enterprise. El niño lo controla todo.
Cuando los thasianos se percatan del desgarriate que ha armado su protegido, acuden a resolver el problema. Los intentos de Kirk, Spock y McCoy han fracasado, los únicos que pueden detener al poderoso niñato son quienes le otorgaron sus poderes. Si bien aún pueden arreglar lo que ha ocurrido en el Enterprise y regresar a la guapa Rand, es demasiado tarde para salvar a la nave Antares.
Recientemente, un conocido político cometió el desatino de sugerir que los mexicanos nos armáramos. Quienes estén a favor del libre comercio y portación de armas, quizá no coincidan conmigo en el adjetivo. Sin embargo, insisto, fue un desatino. Menos por el tema, que siempre puede ser discutido, que por el momento, el fundamento y la oportunidad. El adolescente, si bien no cronológico, decidió soltar su ocurrencia en una época en la que en la nación más armada del mundo comienza a debatir la posibilidad de aumentar los controles de ventas de armas. El derecho a poseer pistolas, rifles, bazucas, ametralladoras —y poco les falta para misiles— es uno de los más controvertidos, defendidos y atacados en los Estados Unidos. La intensa frecuencia con que se han dado incidentes que involucran armas ha motivado una revisión del estado de la cuestión. Ah, pero acá, un tipo se sienta frente a un micrófono y así, como si hablara del Chivas-América, suelta su ideíta. Por supuesto nunca antes fue conocido como un defensor de la portación de armas, nunca hizo de eso su bandera en campañas electorales y nunca, tampoco, volverá a tocar el tema. Lo suyo es una ocurrencia, lo dijo porque pudo.
Y porque pudo, la hija de un importante funcionario solicitó a los empleados de su padre que clausuraran un restaurante. Algo no le había gustado a la chamaca, o no le asignaron mesa a tiempo, o no la alabaron al llegar, o no le respetaron el lugar; cualquiera que sea la versión, ella decidió que el puesto de su padre le daba la autoridad suficiente para hacer de su berrinche venganza. Y así también lo decidieron los empleados del señor papá, pues obedecieron. Y también lo decidió el padre, quien trató de “inapropiada” la conducta de su niña y de “sobrerreacción” la obediencia ciega de sus trabajadores, y supuso que con eso quedaba todo arreglado.
Los adolescentes que colocamos en el Senado, en la Cámara de Diputados, en la Presidencia, en las Gubernaturas, y hasta en las escuelas —oh, poderosos, analfabetos y marchadores maestros—, cuentan con enormes poderes. Estos poderes se los hemos otorgado nosotros para que puedan desempeñar sus funciones, para que sus decisiones se traduzcan en una mejor calidad de vida para todos nosotros. Por desgracia tienden a ser berrinchudos, caprichosos, enojones y soberbios. En fin, adolescentes. Si nos percatamos de su desgarriate no sería mala idea limitar su poder, castigarlos por sus berrinches, y si la cosa sigue, encerrarlos por un rato. Quizá no salvemos al Antares, pero todavía queda mucho Enterprise para luchar por él. Live long and prosper!
