Lo que suele decirse en México sobre la clase media me recuerda a una de las aventuras de Los 4 Fantásticos, el equipo de superhéroes de Marvel Comics. Específicamente, a un extraterrestre al que combaten en el número 271 de la serie, en 1984.
En esa ocasión, Reed Richards (Mr. Fantastic) cuenta la historia del ataque a nuestro mundo de Gormuu: un guerrero del planeta Kraalo, de color verde y varios metros de altura. El invasor era prácticamente invulnerable a las armas terrícolas e incluso, cuando se le atacaba con “energía radiante”, aumentaba de tamaño.
Afortunadamente, Richards descubrió que esta aparente ventaja podría ser su única debilidad: al examinar una de las huellas de Gormuu, que extrañamente tenía un enorme perímetro pero muy poca profundidad, Mr. Fantastic llegó a la conclusión de que la criatura crecía sólo en volumen, pero su masa permanecía estable. Por ello, la solución para neutralizar la amenaza era atacarle con más “energía radiante” y hacerlo crecer hasta el punto en que se volviera inofensivo: así, Gormuu se volvió más grande que la Tierra y menos denso que el espacio circundante, lo que lo convirtió, en una “insustancial y decididamente inofensiva nota al pie en la historia de la era atómica”.
La idea que predomina sobre nuestra clase media se parece a este temible extraterrestre: en 2009, a contrapelo de toda estadística oficial, hizo fortuna entre algunos opinadores profesionales la fantasía de que México se había convertido ya -o estaba por convertirse- en un país clasemediero: la tradicionalmente raquítica clase media mexicana se volvió de repente, al menos en el discurso, un ente de enorme tamaño. Sin embargo, algunos hechos recientes sugieren también que esta clase media en apariencia titánica es -o al menos, se piensa- fragilísima, como si al aumentar de tamaño no hubiese crecido en fuerza, al igual que Gormuu. Las reacciones ante la última reforma fiscal, aprobada el año pasado, son elocuentes: tanto la propuesta de un modesto aumento en el impuesto sobre la renta al último decil de ingresos como la de un gravamen a las colegiaturas de escuelas privadas se recibieron con indignación y alarma pues, se dijo, enterrarían a la clase media sin más trámite.
Esta aparente contradicción me interesa como síntoma de la ligereza que en ocasiones ha exhibido el debate en torno a este tema. No es algo exclusivo de México -y tampoco es el único problema. Apunto algunos más.
Exista la clase media como categoría o no, la creciente aspiración por sentirse “de clase media” es real: la mayoría de los mexicanos nos consideramos de clase media, pese a que las estadísticas oficiales señalan que alrededor de la mitad de la población es pobre. La autopercepción supera por mucho a lo que cabría esperar de estimaciones económicas, algo que también ocurre en otros países latinoamericanos.
El problema con este predominio subjetivo es que su resultado, la homogeneización de la sociedad bajo una sola etiqueta, “de clase media”, tiene una pesada carga ideológica. Y no es extraño: el hablar de clase media nos refiere a una categoría social, al menos desde Aristóteles, con un claro carácter normativo, asociada con la moderación y la virtud (por oposición a los extremos, sitio del vicio y el exceso). Y poco importa que la evidencia histórica contradiga este juicio de valor. Piénsese en el reciente protagonismo político de las clases medias en América Latina, tan alejado de la visión tradicional que las ubica como fuente de estabilidad y racionalidad política: como señala el profesor Ludolfo Paramio, se trata de un protagonismo a menudo vinculado a movilizaciones “desestabilizadoras” que llegan a estar animadas por lo que este autor llama una “lógica destituyente”. Así la oposición a Chávez en Venezuela, a Fernández en Argentina o a Roussef en Brasil. Por no hablar de las experiencias previas que, especialmente en América del Sur, muestran que no puede darse por sentado que el comportamiento político de las clases medias sea naturalmente democrático.
A pesar de este comportamiento político -tornadizo, por decir lo menos- la potencia normativa de la idea de la clase media goza de buena salud. En última instancia, como señala Richard Seymour desde The Guardian, el discurso en boga de la hegemonía de las clases medias es otro “fin de la historia”, un fukuyanismo repetido. Resulta apropiado, en ese sentido, que sea el propio Francis Fukuyama uno de los grandes defensores de la idea de una revolución de clase media global, encarnada durante el año pasado lo mismo en las protestas de Brasil que en las de Turquía.
Para esta interpretación, las “protestas de clase media” alrededor del mundo son medios para fortalecer el actual estado de cosas: buscan perfeccionarlo, extenderlo o profundizarlo, pero no cambiarlo. Las clases medias habrían dejado atrás su natural apático y se habrían vuelto revolucionarias, sólo que el límite de su ambición rebelde sería consolidar el “consenso neoliberal”.
Quizá lo más problemático de la universalización subjetiva de la clase media sea que en contextos de pobreza mayoritaria oculta la permanencia de una de los rasgos más tristemente célebres de América Latina: la desigualdad. Desigualdad que es terreno fértil para el crecimiento de sociedades enfermas, disfuncionales. Llegados a este punto, nuestra reciente experiencia da una última lección: en medio de una discusión fiscal y en sociedades desiguales, el discurso clasemediero puede acabar siendo utilizado como un dique contra las políticas redistributivas, como el escudo retórico de la insolidaridad.
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