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viernes, diciembre 5, 2025

La otra sonrisa / Juego de abalorios

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a Maly

 

Ella, mi amiga, espera la ruta 40 sola en la parada del camión. Casi no hay autos, es domingo por la mañana, la ciudad se levanta tarde hoy. Se acerca un ciclista y baja la velocidad cuando pasa junto a ella, la mira directamente y continúa. Unas cuadras más adelante se detiene, voltea, duda un instante y se regresa, pasa por detrás de ella y le da una nalgada. Gira y continúa hacia donde se dirigía. Ella se queda pasmada, no sabe qué hacer, no puede gritar, nada. El hombre se detiene unas cuadras más adelante, voltea, sonríe y reanuda su camino. Un minuto después pasa una camioneta de la policía, mi amiga le hace una señal para que se detenga. El agente se da cuenta de que ella está muy afectada y le pregunta qué necesita. Ella sólo le dice: tráigame a ese cabrón que va allá, el de la bici. El policía no pregunta más, arranca, alcanza al ciclista, que ya se alejaba, lo detiene, sube la bicicleta a la caja de la camioneta y lo sube a él a la cabina. Se lo lleva a ella. Al bajarse el ciclista, ella le da un puñetazo en la cara. El oficial le pregunta si necesita algo más; ella responde: no, sólo lléveselo.

Hace ya cinco minutos que ella viaja en el taxi, hace cinco minutos que siente miedo. El chofer ha decidido que tiene prisa, que todos los demás conductores son sus enemigos, y que su pasajera es cómplice de su odio al mundo. A cada insulto, enfrenón, arrancón y claxonazo que el caballero al volante profiere, sigue una aclaración y nota de afiliación dirigida ella: cómo ve señorita, es que son unos pendejos; mire nomás este hijo de la chingada; tenía que ser vieja, por eso no deben dejarlas manejar. Este taxista exige a quien se sube a su auto total solidaridad; él es grosero, absurdo, atrabancado, sexista, y mientras uno se traslade con él, también debe serlo -mientras viajes en este auto, mando yo-, así que hay que asentir y contrapuntear su cantaleta séptica con claros, porsupuestos y esomismodigos; ah, y hay que acompañarlo mientras sonríe, es tan agudo, tan sagaz con sus comentarios. Y porque él es así -y porque hay otros como él, y otros peores que él-, ella nunca llega a su casa en taxi, siempre pide que la dejen en un lugar público desde donde puede trasladarse en camión a su casa.

Circula en la red un pequeño artículo en video sobre el acoso. En un momento, a una chica se la filma con cámaras ocultas, mientras camina por la ciudad. Es una chica guapa y viste unos shorts, y una blusa, realmente luce bien; seguramente muchos voltearán a verla. Pero lo que ocurre es mucho más que algunas discretas miradas; una y otra vez, trabajadores de la construcción, bodegueros y transeúntes lanzan sonidos, frases, gritos que expresan algo más que agrado. Los “piropos” van desde meros pujidos hasta risas, invitaciones y acercamientos. En otra sección del video, algunas mujeres comentan los ataques sexuales de que han sido objeto -exacto, los ataques buscan volver objeto a quien se ataca-. El rasgo común, la sensación de que el atacante, hombre, obtiene un doble gozo, por un lado la fricción, el toqueteo, el dominio físico y, por el otro, la certeza de su impunidad, saber que puede hacerlo y que no le pasará nada. El remate, una sonrisa, la sensación de superioridad traducida en gesto.

La risa es una declaración abierta; la sonrisa es un discurso. Cuando los niños sonríen, todo un mundo de felicidad ha aparecido frente a ellos. Cuando la señora que usa andadera y tarda diez minutos en llegar de su casa a la tiendita, te sonríe al pasar, entiendes que se puede vivir en paz. Cuando ella te sonríe, cientos de “te quiero” te golpean simultáneamente. Hay sonrisas que calman, sonrisas que enamoran, sonrisas que resuelven el mundo. Y no podemos, no debemos, permitir que unos pocos brutos nos secuestren la sonrisa, la degraden y nos la devuelvan como esa otra sonrisa que sirve para celebrar la vil agresión.

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