Hace un par de semanas caminaba de norte a sur por la calle San Julián, en la colonia Fátima. Era domingo por la mañana y las calles estaban vacías. Casi en cada esquina hay un tope. A la mitad de uno de ellos, de pie y llorando estaba una niña de más o menos dos años de edad. Arrastraba dos cobijas, una en cada mano, vestía pañal y blusa, no traía zapatos ni calcetines, y gritaba una y otra vez: “mamá, papá, tía”. En sentido contrario al que yo llevaba, venía un señor. Llegamos al mismo tiempo y, por supuesto, nos detuvimos. La niña estaba completamente sola y de verdad tristísima. El señor y yo nos acercamos, le preguntamos su nombre, si por ahí estaba su mamá, si estaba bien. Ella no podía hablar, apenas articulaba las tres palabras a las que se aferraba. Decidimos esperar y ayudarla, no había nadie más.
Entonces salió una señora de una casa cercana, cargó a la niña, la cobijó e hizo las mismas preguntas. Nos comentó que hacía unos diez minutos que la escuchaba llorar y que ya le había parecido demasiado. Ahí estábamos los tres, intentando salvar a la pequeña. Unos minutos después salió el esposo de la señora. Éramos ya cuatro los convocados. Especulamos: la habían abandonado, era víctima de maltrato, se había perdido, padres sin corazón, el peligro, y si pasaba un carro, era tan pequeña, a mitad de la calle, qué bueno que la vimos, ¿y la tía?, ¿por qué mencionaba a la tía? Y lo que más nos preocupaba, llevábamos ya casi cuarenta minutos ahí, y no se escuchaba a ninguna madre frenética buscando a su hija. Al final optamos por lo sensato, hablamos a la policía.
Justo al terminar la llamada, de una bodega de la esquina salió una pareja. Les preguntamos si era de ellos la niña. No era suya pero sabían quién era el papá, sabían que vivía cerca y sabían que la tía de la niña acostumbraba vender comida justo en esa esquina. La chica fue a buscar al padre. Todos resolvimos esperar y no entregar a la niña hasta que hubiera llegado también la policía -finalmente, el papá tenía casi una hora sin saber nada de su hija y no parecía que la estuviera buscando-.
La niña estaba asustada, pero más tranquila que al principio, no lloraba más, sólo nos miraba con los ojos enormes. Diez o quince minutos después llegó la chica de la bodega con el papá. Él se veía preocupado y la niña lo recibió emocionada -no parecía un mal hombre-. Nos explicó que su hija había dormido con la tía; al parecer ésta se había levantado temprano para ir a hacer unas compras; probablemente cuando la niña despertó se asustó y fue a buscar a su tía donde sabía que la encontraría, la esquina en que ponía su puesto de comida. De cualquier modo, no lo dejamos ir, le explicamos que la policía venía en camino, y aceptó quedarse.
Llegó entonces un policía, se bajó de la patrulla, saludó amablemente y pidió explicaciones. De verdad el tipo se portó con absoluta corrección y nos explicó lo que debía ocurrir: habría que esperar a su compañera, pues en situaciones como ésta siempre se enviaba a una oficial a hacerse cargo de los niños. Llegó la policía, se bajó, también se portó amabilísima y, una vez que conoció los detalles y las explicaciones del papá, le pidió su identificación, anotó nombre y le advirtió que el procedimiento implicaba que ella debería llevarse a la niña y que tanto él como la mamá tenían que acudir a unas pláticas, pues lo que había pasado era grave; sin embargo, comprobó que la niña no sufría maltrato y le dijo que por esa ocasión lo dejaría ir, pero que tenían sus datos y que más valía que no volviera a ocurrir algo similar. Al final, el señor, la señora y su esposo, la pareja de la bodega, los dos oficiales y yo quedamos conformes. La niña todavía estaba azorada, pero se veía feliz en brazos de su papá.
Esto que cuento realmente ocurrió, y me gustaría, para terminar, destacar algunos detalles que me han dado vueltas desde entonces por la mente. Cuando vi a la niña, sentí una profunda necesidad de ayudarla, de verdad la escena era conmovedora y ella estaba absolutamente indefensa. Supongo que el señor que llegó al mismo tiempo sintió algo similar; a tal grado que ninguno de los dos estuvo dispuesto a irse. Más específicamente, ninguno de los dos estuvo dispuesto a que un señor solo se quedara al cargo de una niña vulnerable. Es más, ni siquiera la cargamos; por supuesto nos pusimos cerca de ella y buscamos protegerla lo mejor posible. Cuando llegó la señora y la cargó de manera maternal, estoy seguro de que los dos nos relajamos, había una mujer ahí y eso llenaba de seguridad el ambiente. Y ninguno se fue. La señora no iba a decirnos: ah, bien, ya hay dos personas aquí al cargo, me voy tranquila; yo no iba a dejar a la señora con la niña acompañadas por un desconocido, y el desconocido, imagino, pensó lo mismo de mí -también yo era un desconocido-. Al final, cuando ya estaba todo por resolverse, fue evidente que a todos nos pareció que la decisión de las autoridades de que fuera siempre una mujer quien se hiciera cargo de los niños, y no un policía hombre solo, era atinada.
No puedo compartir las posturas antifeministas que intentan hacernos víctimas a los hombres de incomprensión o de juicios injustos. Quizá las reflexiones basadas en lógica contundente y los discursos agudos de caballeros “ofendidos” tengan sus bases; pero ante una situación real, el peso de la historia es enorme, la losa gigante de lo que, como género, el hombre ha hecho, es insoportable; tanto que incluso cuando todo indica que los hombres presentes son confiables y buscan sinceramente ayudar, no podemos dejar de sentir que lo mejor sería que hubiera mujeres cerca. Y aunque por unos pagamos todos, lo cierto es que va siendo hora de que también los hombres, todos, nos tomemos en serio la tarea de dejar de ser, o parecer, una amenaza; es momento de que busquemos generar confianza en los demás, y de que hagamos de este mundo un lugar amable para niños, para niñas, para mujeres y para nosotros mismos.
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