Justamente ayer domingo que escribía estas líneas, y llevaba a mi hijo a ver a los animales del circo, meditaba sobre los derechos de los animales pues somos una sociedad que basa su alimentación preponderantemente en productos derivados de ellos. Meditaba además porque las últimas semanas he estado, como buen padre contemporáneo, atado al infinito y más allá de películas para niños, en especial Rio (2011) y Madagascar (2005) una y otra vez repitiendo los mismos diálogos, los mismos gags, las canciones que ya sabes de memoria. Sí, yo también era de aquellos que decían que mi hijo vería a Miyasaki, pero qué le vamos a hacer, el japonés definitivamente no es para pequeños de dos años; sí trato de sacarlo a jugar, leerle algún cuento sencillo, pero la verdad que pelear contra Disney, Dreamworks y demás parafernalia hollywoodense es lucha de gigantes. Madagascar me parece que es buen ejemplo de lo que pasa en nuestras sociedades sobre los derechos de los animales y su sufrimiento.
¿Tienen derechos los animales? La pregunta encierra una complejidad enorme, se remite a su vez a la cuestión del millón, qué es el derecho. En la línea que he manejado, influenciado definitivamente por el maestro de la Torre Rangel, me he inclinado a pensar que el derecho es esa facultad que tenemos para exigir algo, una facultad que está íntimamente ligada a la conciencia o posibilidad de conciencia que sólo el hombre tiene. De igual forma me inclino a pensar que el derecho es un producto cultural, nacido de y por el hombre de tal forma que los animales no pueden tener derechos. Disculpen si la argumentación es vaga, pero una columna jurídico-cinéfila no es precisamente el lugar para debatir a fondo sobre lo que es y no es derecho, lo único que quiero dejar sentado es que está vinculado con el hombre.
Por otra parte, desde una perspectiva meramente pragmática, pensar que los animales tienen derechos es muy problemático: no me refiero a la capacidad de ejercicio que podría quedar zanjada con nombrarles un tutor (se ocuparían, por cierto, billones de tutores) sino con el hecho de que asignarles derecho implicaría una serie de medidas que podrían derivar en lo absurdo. Pensemos, por ejemplo, que los animales tienen derecho a no ser asesinados, si es efectivo, tendríamos que buscar mecanismos para que los depredadores no maten y coman a sus víctimas, no sólo eso, sino sustituirles el alimento por algo que no cause sufrimiento, más aún, tendríamos que oponernos a los insecticidas que matan billones de bichos que andan por ahí causando guerra ya sea a los propios humanos (los zancudos que tanto odio) o a las plantas que nos alimentan. Así sin más, porque si en el fondo el argumento es que tienen derecho a no sufrir, tendría que ser general y no sólo para unos cuantos.
Y sin embargo lo que sí creo es que como humanos tenemos el derecho a que los animales sufran lo menos posible, y lo acoto así, lo menos posible, y entonces sí es jurídica y filosóficamente viable distinguir entre cuáles animales deben y cuáles no deben sufrir o morir (para remitirme al caso de las plagas). Como seres humanos hemos evolucionado de un animal, nuestra naturaleza carnívora no está ligada con la parte de la conciencia, sino con nuestro pasado netamente material y no quiero decir con ello que no podamos ser vegetarianos, sólo que miles de años de evolución nos condicionan a no serlo. Desde esta perspectiva tenemos que servirnos de los animales, pero que podemos encontrar mecanismos legales que permitan que ese aprovechamiento sea lo menos doloroso para ellos.
Sí, es cierto, por más que trato de cuadrar esta postura no deja de ser hasta cierto punto hipócrita de mi parte, por ahora creo que no hay otra salida, me siento precisamente como Alex, el león de Madagascar, cuando llega al mundo salvaje su instinto lo lleva a comer animales vivos (entre ellos a la cebra Marty, su amigo inseparable) esto lo vuelve loco porque implica asesinar; nada como los pulcros y neutrales bistecs gigantes (chamberete con hueso, en realidad) que le dan en el zoológico, como si esa presentación que simbólicamente rompe la relación animal-carne fuera suficiente para limpiar la conciencia u olvidar el origen, como los sushis que le ofrecen los singulares y ciertamente divertidos pingüinos (“psicóticos” remarcará Alex). Lo único que me queda claro, a pesar de mi enorme y desenfrenada necesidad de productos cárnicos, es que como la mayoría de los humanos, no quiero que sufran los animales, una especie de deber ético o moral me fuerza a ello y entonces el qué es el derecho vuelve a cuestionarse y hacerse bolas en mi cabeza.




