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sábado, diciembre 20, 2025

Penelope Fitzgerald /Hombres (y mujeres) que no tuvieron monumento

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“Cuando era joven, yo daba por supuesto a mi padre y a mis tres tíos y nunca se me ocurrió que hubiera nadie como ellos. Después me di cuenta de que era un error pero no logré aceptarlo del todo. Supongo que no eran del todo normales, pero aun así sigo creyendo que tenían razón y que si el mundo estaba en desacuerdo con ellos, yo estaba en desacuerdo con el mundo”. El padre de Penelope era Edmund Knox, editor de la revista satírica Punch; sus tios, Ronald Knox, anglicano convertido al catolicismo que pronunció el sermón en el funeral de Chesterton y autor del decálogo clásico para las historias de detectives, Dilly Knox, experto en el papiro Herodas y criptólogo que trabajó en el desciframiento de las claves alemanas en la Segunda Guerra Mundial, y Wilfred Knox, teólogo anglicano y experto en los evangelios sinópticos. Penelope Knox, nacida en 1916, vivió su infancia y su juventud rodeada de ellos y sus interminables discusiones sobre -nunca mejor usada la expresión- lo humano y lo divino.

Con semejante familia, su destino era una de las dos más antiguas universidades inglesas. Eligió Oxford precisamente para alejarse de ellos y, tal vez, como homenaje a su madre, Christina Hicks, una de las primeras mujeres en ser aceptada como estudiante en esa universidad. Y estando allí, según cuenta ella y Hermione Lee en su biografía, participó “en el primer concurso de deletreo [toda una tradición del idioma inglés] contra América”, en el que Oxford perdió por cuatro puntos contra Radcliffe y Harvard.

Tras la universidad, en la que destacó tanto que uno de sus sinodales le pidió el examen para enmarcarlo, trabajó en la BBC en la Segunda Guerra Mundial y en 1941 se casó con Desmond Fitzgerald, con quien tuvo tres hijos. En los sesenta dio clase en las prestigiosas Italia Conti Academy, dedicada a la actuación, y en la escuela privada (en inglés denominadas “public school”) Queen’s Gate School, donde sería maestra de Camila Parker-Bowles o Anna Wintour. Trabajó también en una pequeña librería de pueblo en Southwold y en Battersea vivió en una casa-barco que se hundió dos veces. Lo que hace que su vida, aún excepcional, lo sea más, es que en 1975, a los 59 años, publicó su primer libro como Penelope Fitzgerald, y a partir de ahí tuvo una carrera literaria breve pero de grandes y, en un caso al menos, geniales novelas.

Ese primer libro, una biografía de Edward Burne-Jones, era, por decir lo menos, decente y para nada demostraba la obra que iba a llegar con los años. En el segundo libro, The Knox Brothers, un poco más interesante por el tema ya que era una biografía conjunta de su padre y sus tíos, tuvo la valentía de no nombrarse a sí misma. El tercero, The Golden Child, es una novela sobre un museo escrita para leérsela a su marido todas las noches mientras éste se estaba muriendo.

Su escritura y su maestría aparecen de repente en cuatro libros seguidos, publicados en cinco años, que toman su propia biografía, sin ser biográficas, como materia de las novelas. La genial y brevísima La Librería trata de una librería en un pequeño pueblo de East Anglia con sus sistema de venta préstamo y el horror de la comunidad ante la intención de vender Lolita, teniendo como dependienta a una menor de edad. A pesar de que estuvo en la lista final del Booker, ese premio le llegaría a Fitzgerald al año siguiente con A la deriva, sobre los años sesenta y la gente que vivía en barcos-hogar y que incluye un divertidísimo recuento de los dos hundimientos de su casa flotante. Sus dos siguientes novelas, Human Voices y At Freddie’s, tratan, respectivamente, del trabajo en la radio durante la guerra y la vida cotidiana de una escuela de teatro. Un uso de la biografía que resulta extraño ya que la familia Knox no se distinguía, precisamente, por su emoción sobre la vida de los otros. Tanto que cuando el hermano de Penelope, Rawle, volvió de un campo de prisioneros japonés en el que había estado tres años le dijo a su padre que hablaría de su experiencia si le preguntaban pero, cuenta Penelope, “nadie en la familia le preguntó nunca”.

Tras esas cuatro novelas Penelope ya había “terminado de escribir de las cosas de mi vida sobre las que quería escribir”. Y, como para agarrar fuerza narrativa de nuevo, volvió a la biografía, en este caso de la olvidada poeta Charlotte Mew. Las cuatro (como cuatro habían sido las “autobiográficas”) restantes novelas de la Fitzgerald serían históricas. Inocencia, que transcurre en Italia, cuenta la historia de amor entre una aristócrata pobre y un doctor comunista. El inicio de la primavera cambia la acción al músico prerrevolucionario vista por un inglés criado en Rusia. The Gate of Angels, mucho mejor que las anteriores pero aún no traducida al español, es una historia de amor entre un físico que sufre un accidente de bicicleta y la enfermera que lo cuida ambientada en el Cambridge de la revolución en la física. La última novela que publicó Fitzgerald, también una obra maestra, es una recreación de un episodio de la vida del poeta romántico alemán Novalis y su amor por una muchacha cualquiera.

¿Por qué un monumento para Penelope Fitzgerald? Primero, y sobre todo, porque ella demuestra que para el arte no necesariamente la juventud es la mejor etapa. Y, segundo, porque sus novelas, como escribió de ellas Julian Barnes, “no son difíciles de leer ya que están llenas de detalles y de cosas que pasan y del movimiento de la vida (…) y la autora ausente tiene la confianza de que el lector será tan sutil e inteligente como lo es ella”. Y ese tipo de novelas son difíciles de encontrar.

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