Transcurre el período electoral mexicano del 2015 con la misma inefable secuencia de eventos en un proceso burocrático. Las descalificaciones mutuas entre contendientes -tan insulsas como insultantes- reducen el nivel del debate electoral y parlamentario. El sabor y el colorido que tiene la elección a puestos a nivel local y estatal en algunas partes del país falta en el resto, donde la renovación de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión es una gris parodia de justa cívica.
Envueltos en los colores de sus respectivos partidos, los candidatos y candidatas denuestan y despotrican contra quienes simplemente portan otros colores, sin darse cuenta que la gran mayoría de la gente los ve como “la yunta de Silao, tan buey el pinto como el colorao”; “igualitos, nomás que de distinto color”.
En conocido programa radiofónico matutino, estuvieron la semana pasada candidatos y candidatas al segundo distrito electoral del estado de Aguascalientes, para dar una muestra del patético nivel de preparación que tienen los y las aspirantes al Congreso. Expusieron sus ideas regodeándose de pretendida originalidad. Señalaron la urgencia de generar empleos, de crear fondos de apoyo para todo tipo de necesidades, incrementar la seguridad en nuestras ciudades y comunidades. Puras ideas, unas muy coloridas, pero ningún diagnóstico serio, y mucho menos un programa y plan de acción.
Anunciaron su disposición a combatir la corrupción, sin darse cuenta que se morderán la cola o les darán un manazo cuando alguien con más poder de facto les mande no meterse donde no les llaman. La población sabe que la corrupción no respeta partidos, como tampoco respeta el incumplimiento de promesas de volver a visitar los domicilios de quienes ahora esperan que les den su voto. Sin respetar partidos está también el olvido en dar respuesta cabal a toda correspondencia o petición que les haga la ciudadanía. Hace tres, hace seis, hace treinta años, todos dijeron lo mismo y aún es día que no aprenden los servidores públicos en el Congreso a responder conforme les obliga la Constitución. Mucho menos a darse por aludidos cuando la Nación se los demanda.
En la campaña electoral actual abunda el ambiente de feria. Desde que uno pasa por un crucero y se encuentra a un sinnúmero de personas payaseando con banderas de colores, con ruido ensordecedor saliendo de bocinas que no respetan los límites de ruido que legisladores anteriores instituyeron y pidiendo a los conductores su permiso para colocar pegatinas en los vehículos. Una fiesta insulsa en la televisión y programas de radio que, respondiendo al mandato oficial de hacer parecer las elecciones como cosa seria, discuten sobre estadísticas, tendencias y preferencias electorales. Pero está fácil: la gran mayoría, entre un 44% y un 60% del electorado dicen que en esta ocasión no saben por quién votar o anularán su voto. El resto de los votos se diluirá entre diez opciones. Como los votos anulados cuentan, porque de hecho sí se cuentan, deberían hacerse valer para que propios y extraños vean que la mayoría demanda un cambio de fondo del sistema político mexicano.
Y la verdad es que los ciudadanos estamos sin saber qué tipo de gobierno tenemos: que si es democracia, plutocracia o aristocracia. Aunque si miras al poder legislativo descubres caquistocracia y si observas al ejecutivo lo percibes como cleptocracia.
Candidatos y candidatas de muy distintos tamaños y contrastantes orígenes. Por una parte, provenientes de la pugna interna de sus partidos, sin más méritos que el haber hecho lo necesario, conforme a sus propios estatutos o en contra de ellos, para obtener la candidatura. Por otra parte, en algunos estados -y no en la mayoría-, candidatos que fueron rescatados para encabezar una lucha social, pero que por lo mismo algunos de ellos están siendo asesinados.
Campañas tragicómicas, que por ser trágicas y cómicas son de un sistema político de dar vergüenza. La ciudadanía ve pasar las campañas con un determinismo claudicante con sabor a telenovela: aquí nos tocó vivir.
Siendo teóricamente la oportunidad para hacerlo, ningún aspirante al Congreso se da cuenta de la inutilidad de continuar esperando a que el gobierno haga su trabajo, porque precisamente no haciéndolo, es como mantiene su poder. La pobreza es la mejor condición para aceptar la dádiva a cambio del voto. ¿Por qué entonces habrían de esperar aquellos, una vez sentados cómodamente en su curul, que se implementen programas para verdaderamente acabar con la pobreza? Con simplemente reencauzar una parte de lo que el gobierno transfiere a la banca, con cerrar el paso a la corrupción y evitar el negocio de políticos con sus amigotes, se reencauzaría por lo menos parcialmente el rumbo económico y social de este país. Los “negocios de amigotes”, como llamó el Nobel de Economía a esa práctica tan común en México, son también la lacra del mundo. Si se reencauzara el 2.5% de las ayudas que se han concedido a los bancos que han provocado la crisis, se erradicaría el hambre en el mundo, estiman los autores de Un proyecto económico para la gente, Vicenç Navarro y Juan Torres López, en este documento elaborado para el partido español Podemos.
Mientras un candidato o candidata al Congreso no reconozca que el bienestar general no se logrará mientras prevalezca la protección que da la práctica política al lucro individual que excluye y mata a millones de seres humanos, tal persona no merece nuestro voto. Mientras no digan que hay varias otras vías y alternativas para transformar la economía capitalista y propongan con seriedad otras formas de construir modelos productivos y relaciones económicas más satisfactorias y eficientes basadas en el respeto a la vida de las personas y a la naturaleza, toda promesa de campaña es vana y contraria a todo aquello para lo que debe servir la política.
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