México es una de las naciones con mayor diversidad étnica y cultural en el planeta. Nuestro país es reflejo de una rica variedad de singularidades en el terreno social, económico y político. También es espejo de contradicciones y desigualdades.
La multiplicidad de formas de vivir, pensar y sentir son el diálogo de la esperanza y el pesimismo, que convergen en una sociedad en la que cada individuo puede ser receptor y emisor. Esta situación presupone un equilibrio inestable. La propia naturaleza contradictoria y precaria de la condición humana, nos ofrece un entorno complejo debido a los múltiples reflejos de las diferencias y la vasta pluralidad. Pero la complejidad no es sinónimo de caos, sino aporte para la construcción de una comunidad abierta. En este contexto, es necesario establecer condiciones y momentos igualadores, a fin de construir una unidad que mantenga efectivamente un espacio común.
Aguascalientes no es una excepción en la época de cambio que se vive a nivel global. Hace muchos años lo homogéneo dejó de representarnos. En las últimas décadas del siglo pasado, nuestro estado vivió grandes transformaciones. En lo económico, dejamos de ser una entidad predominantemente agrícola para entrar de lleno a un proceso acelerado de industrialización. Socialmente se manifestó en apertura a una multiplicidad de ideologías, creencias religiosas y preferencias; se hilvanó en el tejido social una nueva cultura de diversidades, antes que de coincidencias.
Por otro lado, la inmigración tuvo un impacto directo en el crecimiento poblacional y en la apertura cultural. Se hizo patente una creciente demanda de espacios educativos, recreativos, habitacionales e industriales, así como de empleos y oportunidades de desarrollo para una población predominantemente joven. También se exigieron vías de apertura y colaboración; más altos índices educativos y calidad de vida. Atestiguamos una concentración de personas en el área urbana y el aparente abandono de las actividades del campo; la exigencia de la especialización técnica en el trabajo; la participación cada vez mayor de la mujer; la diversificación de las clases medias y una más elevada participación ciudadana en lo político y lo social. Antes de la irrupción del internet, nuestra sociedad ya se había transformado.
Esa dinámica se ha acelerado en este siglo, de modo tal que rompió los tabúes de una sociedad que se creía conservadora y convencional. Estos cambios hicieron variar los escenarios de participación. Han surgido grupos sociales con nuevas fuerzas y exigencias concretas. En el campo y en las ciudades, aparecen formas renovadas de organización y múltiples demandas sociales.
Sin embargo, la dispersión ciudadana y la visión individualista, han atomizado el clamor social, haciendo a un lado la acción comunitaria transformadora. La convergencia social aparece excepcionalmente en demandas coyunturales o circunstanciales; no se advierte con claridad en el horizonte del largo plazo. En ese sentido, las instituciones públicas y órganos de representación, en tanto entidades de convergencia social, creadas para subsistir en el tiempo e impulsar el desarrollo integral, deben evolucionar para estar a la altura de las nuevas necesidades de organización ciudadana. Hay que reconstruir el espacio público en un lugar efectivo de la deliberación y la participación social.
Como he señalado, las semillas de la diversidad social y cultural han germinado en cada rincón del estado y del país. En la nueva dinámica ciudadana, el ejercicio de la libertad es un apreciado recurso para construir la unidad.
En la fragua del futuro, conviene hacer explícito cómo propiciar la integración social de todos y cada uno de los individuos, manteniendo el principio de igualdad para asegurar así una verdadera integración de las particularidades y no su disolución en una unidad totalizadora.
La unidad social y política basada antes que en similitudes, es decir, en características y cosas en común que, por lo demás, se dan por sentadas -nos agrupa la libertad para decidir, el anhelo del desarrollo y bienestar personal, familiar y comunitario-, más bien se base en la condición humana que hace a cada uno diferente y singular, con necesidades específicas, con aspiraciones y prioridades personales.
Así que la inclusión y el reconocimiento de los particularismos, exige garantizar mecanismos que permitan a la sociedad, a cada sujeto de la comunidad, manifestar su propia conflictividad sin por ello atentar contra la integración y la cohesión social. Unidad para evitar el inmovilismo.
Para reconstruir su sentido, más allá del monopolio legítimo de la fuerza pública, le corresponderá al Estado transformarse en instrumento de convergencia social para la resolución y la expresión política de las diferencias. Es decir, en espacio de la diversidad mutuamente reconocida como fuente de cohesión.
Reivindicar lo distinto para constituir nuevas formas de identidad social a partir de lo individual, es tarea del pensamiento y la acción política. Dentro del espacio interior de la sociedad, en su dimensión geográfica urbana y rural, en los lugares en donde se congrega espontáneamente cada clase social, cada grupo, cada expresión de identidad, emerge una frontera social que delimita la inclusión, los que están dentro, los que están integrados; pero también, la exclusión, los que están marginados, los que son rechazados, incluso, quienes no quieren ser incluidos. En unos casos y otros, en sus múltiples acepciones territoriales, políticas y culturales.
Articular unidad y diferencia nos plantea tender puentes en la frontera social. Hay que pensar la pluralidad como punto de partida y no únicamente de llegada. Unir Estado y sociedad, comunidad política y comunidad civil, es quehacer de convergencia y colaboración ciudadana.




