Actualmente la definición de México se encuentra en su pasado, pero resulta difícil localizar un ideal de futuro compartido. La narrativa de la esperanza se ha detenido en el sendero donde se bifurcan múltiples caminos. Las fuerzas centrífugas que antes convergieron en la unidad nacional posrevolucionaria se han atomizado. Lo insólito ha dado paso a lo diverso.
En la línea del tiempo del país, el discurso de unidad nacional tuvo mucho sentido para evitar la confrontación -particularmente después de la revolución- y así fundar un proyecto único; los cimientos de una nueva nación. La arquitectura ideológica de la unidad nacional fue útil y eficaz. Permitió aglutinar fuerzas para la comunión pacífica y la planificación y ejecución de una gran cantidad de proyectos. Sirvió para impulsar la educación pública y combatir el analfabetismo; para instrumentar un sistema de seguridad social y disminuir la mortalidad; para hacer efectiva la reforma agraria y construir infraestructura. Propició la organización obrera, campesina, empresarial y el auge de una amplia clase media.
México ha cambiado. Hoy en día concurren diversos factores emergentes que disponen una transfiguración. Vemos también amenazas a la convivencia pacífica. Los síntomas nos hablan de desajustes sociales, crisis generacional, desilusión del progreso y de la efectividad de la democracia. En contraparte se ha creado, principalmente en las nuevas generaciones, una amplia expectativa en los avances tecnológicos; los cuales sin duda serán benéficos para implementar mejoras en la sociedad, pero por sí solos no pueden ser traducidos como progreso social. Los cambios técnicos y la diversificación del conocimiento hay que adoptarlos y adaptarlos para el cambio social. El disenso en línea no se traducirá en acción concreta que transforme, si las redes sociales no se restablecen en tierra.
La multiplicidad de factores aparentemente no favorables a la cohesión parece aumentar. La posibilidad de desintegración en el tránsito de un fin de ciclo a lo que se está creando amplía el riesgo de desembocar en caos. De ahí que sea preciso tejer fino para dejar la parálisis y seguir avanzando; también para diferenciar qué elementos positivos mejorar y cuáles otros reconstruir. El ánimo de renovación es muy positivo, siempre y cuando colectivamente seamos responsables de cuidar el nacimiento de un proyecto de integración y desarrollo social nuevo y no tirar al recién nacido con el agua sucia.
Es decir, la unidad nacional es hoy un gran ruido de fondo. Un clamor representativo de millones de ciudadanos. Pero no debe preocuparnos este fenómeno. Debe ocuparnos, para ampliar el caudal de nuestra democracia y convertir este ruido en diálogo y razones para la construcción y la transformación social. Optar por la defensa de la libertad en el marco de la diversidad será nuestro mejor instrumento para preservar la libertad de todos; incluidos los enemigos de la libertad.
Tenemos múltiples retos y oportunidades. El Informe país sobre la calidad de la ciudadanía en México (IFE, 2014) nos da una serie de elementos a considerar. El 53 por ciento de los mexicanos encuestados señaló que todos deben respetar las leyes (ahora somos mayoría, en 1994 era el 36 por ciento). Es visible una percepción desigual ante la ley: más de 40 por ciento no cree que la policía contribuya a hacer comunidades seguras; 25 por ciento piensa que es ineficaz; 3.3 por ciento confía mucho en los jueces y 4.4 por ciento en la policía. Los mexicanos participamos menos en la construcción de un cambio organizado y más en la protesta: 12 por ciento manifestó ser parte de alguna actividad política diferente del voto, y únicamente dos por ciento concurrió a una huelga; en cambio, en algunas zonas del país hasta un 68 por ciento participó en manifestaciones o protestas públicas. Los ciudadanos tienen poca confianza en los actores y las instituciones de la democracia y del Estado; sólo en tres instituciones confía la mayoría: 62 por ciento en el Ejército, 56 por ciento en los maestros y 55 por ciento en las iglesias. Desconfiamos y toleramos poco: tres de cada diez mexicanos no confía nada en las demás personas; el 40 por ciento expresó su desacuerdo con puntos de vista diferentes del suyo (en Aguascalientes fue el 50 por ciento). Para el sano desarrollo de la democracia es fundamental reconocer derechos y obligaciones recíprocos; y la fraternidad, valor superior de la democracia, es asumir la pluralidad y la diversidad, renunciar a dogmas, cooperar y tolerar.
Hace cien años nuestro contrato social, la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, apuntaló en la sociedad un liberalismo solidario como fuente de libertad y justicia. Desplazó antiguos egoísmos y caducos estereotipos para ampliar nuestra capacidad de acción común. Nuestra Constitución ha cambiado, la hemos adaptado para que represente los derechos y los anhelos de una sociedad plural y diversa. Es síntesis histórica que conserva sus ideales de libertad y justicia, pero que ha instrumentado con mayor solvencia la efectividad y la eficacia. Aún faltan cambios fundamentales, como la reforma social -que debería ser base de todas las reformas para combatir las causas, y no los efectos, de la pobreza, la desigualdad y la exclusión-, la reforma del Estado y la reforma para el desarrollo rural.
Es tiempo de repensar la unidad nacional como construcción social de la libertad y la diversidad. Es hora de que la pluralidad sea factor de convergencia para incrementar nuestra capacidad de hacer y ampliar los horizontes sociales, ambientales y económicos de México. Llegó el momento de organizarnos…
