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viernes, diciembre 5, 2025

Agnes Martin / Hombres (y mujeres) que no tuvieron monumento

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Decir Agnes Martin es pensar en Agnes Martin-Lugand, la estrella de la autoedición en Francia que con su primera novela La gente feliz lee y toma café pasó a la fama internacional, una fama que continuaría por el grande (aunque minusvalorado por la crítica) El atelier de los deseos. Sin embargo, la escritora comparte nombre y primer apellido con una de las pintoras más asombrosamente espirituales del siglo XX.

“Estos grabados expresan inocencia en la mente. Si puedes retenerla y mantener tu mente tranquila y vacía y admitir al mismo tiempo tus sentimientos entonces conseguirás una respuesta plena a este trabajo”. Esas dos sencillas, profundísimas en su sencillez, frases de Agnes Martin son el único texto de sala en su exposición retrospectiva en la Tate. Y resumen perfectamente el espíritu de Agnes y su vida.

Agnes nace en Canadá en 1912, pero no en una Canadá cualquiera sino en el más inhóspito, en una granja perdida de la provincia más perdida del país, Saskatchewam. En esa granja propiedad de sus padres, escoceses y presbiterianos, es donde la futura pintora va a aprender (del peor de los modos pues como le dijo a su amigo el periodista Jill Johnson sufrió abusos emocionales) la disciplina y la capacidad para la renuncia que caracterizaría su vida y, por supuesto, su pintura.

Aunque a Agnes le costó llegar a la pintura. Antes intentó, por ejemplo, la natación, disciplina en la que casi llega al equipo olímpico de su país, o la docencia que ejerció en aldeas rurales de la costa noroeste de Canadá. No es hasta 1941 que descubre la pintura y decide intentar una carrera como artista. Se marcha a Nueva York y entra en la Universidad de Columbia para estudiar arte. Y empieza a pintar en secreto. Para ella, para sí misma como un modo de liberación de sus propios fantasmas internos aunque por desgracia y como dice la crítica Olivia Laing: “Muy poca obra de esa época ha sobrevivido, debido a su hábito de destruir todo aquello que no alcanzara sus requisitos de madurez”.

Pocos de sus vecinos en Nueva York, entre los que están los fundamentales Robert Rauschengerg, Jasper Johns o Robert Indiana, saben muy poco de esa mujer madura que pinta cuadros cada vez más desprovistos a los que los críticos comienzan a encasillar dentro del minimalismo, etiqueta que ella rechaza prefiriendo hablar de ella misma como una pintora abstracta. Agnes es feliz aunque no puede evitar que vuelvan a ella, una vez y otra, sus ataques de esquizofrenia y paranoia.

Una de sus biógrafas escribe que “sus voces, como ellas las llamaba, dirigían casi todos los aspectos de su vida, a veces para castigarla y a veces para protegerla”. De repente, abandona su estudio y se la encuentran, sus amigos o compañeros, vagando desorientada por la ciudad. Progresivamente los ataques van haciéndose cada vez más frecuentes y llega a estar internada en un hospital donde recibe electroshock. Los doctores le prohíben escuchar música o la radio porque para desconectar mentalmente tiene que entrar en un trance como catatónico. Y su pintura se va depurando y depurando. “Cada vez más y más excluyo de mis pinturas todas las curvas, hasta que finalmente mis composiciones consisten solo en líneas verticales y horizontales”.

“Dejé Nueva York porque todos los días sentía que quería morir y estaba relacionado con la pintura. Tardé varios años en descubrir la causa de este desmedido sentido de responsabilidad”, escribió Agnes para explicar su crisis de 1967 aunque también tuvieron que ver la muerte de Ad Reinhardt, uno de sus pocos amigos verdaderos, la ruptura de Agnes con la también artista Chryssa y la próxima demolición de su edificio. Ganó una beca y se compró una caravana con la que desaparecería, sin mantener contacto con nadie, durante un año hasta reaparecer en 1968 en Cuba, un pueblo perdido de Nuevo México, un pueblo de menos de mil habitantes.

En Cuba encuentra el mismo paisaje desolado de su infancia, cambiando únicamente el frío extremo por el calor también extremo, El dueño de la estación de servicio del pueblo le renta un terreno en el que con sus propias manos construye una casa de adobe y madera que no tendría ni luz eléctrica, ni teléfono. Sólo una cama y sus cuadros, unos cuadros que en el desierto terminan por despojarse de cualquier artificio.

“Mis pinturas no son objetos, ni espacio, ni formas. Son luz, claridad; rompen la forma”, explica Agnes Martin. En el desierto esperaba a tener una visión, una iluminación que ella nunca explicó exactamente en qué consistía pero que describía en términos más cercanos a la mística que a la pintura. Sui técnica la resume un crítico perfectamente. “Una proyección mental de la pintura. Luego comenzaba a aplicar fórmulas matemáticas, escalaba la tela, la dividía y usaba lápiz y cinta de carrocero para trazar sutiles líneas en un lienzo enyesado. Después aplicaba algunos de sus colores fetiches como el rosa claro o un azul frío. Como si pretendiera capturar toda la luz de Nuevo México. Terminaba la pintura y, entonces, aguardaba a una nueva visión”.

Sigue pintando, alejada del mundo del arte, sin exponer. Continúa escuchando las voces que le prohíben una televisión o una mascota. Apenas come y mantiene, como dice unos de sus biógrafos, “una guerra interminable contra el pecado del orgullo”. Gracias a las gestiones de unos pocos amigos expone finalmente en la galería Pace de Nueva York y su obra, apenas conocida, gana el reconocimiento que merece. Muere a los noventa y dos años en una residencia en la que se había internado voluntariamente. Muere, al fin feliz, por haber cumplido el destino que las voces le imponían, una pintura cada vez más y más pura. Como una visión.

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