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viernes, diciembre 5, 2025

Grazia Deledda / Sigrid Undset / Hombres (y mujeres) que no tuvieron monumento

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Svetlana Alexievich le dio al fin un Nobel de Literatura a la no ficción. El premio a Alice Munro era merecido por ser una de las mejores cuentistas, si no la mejor, del siglo XX en lengua inglesa. El de Herta Müller, con todo lo discutible que pudiera ser, logró que fuera leída como merecía. A Doris Lessing, experimental siempre, valió la pena que le dieran el Nobel además de por la calidad de su prosa y sus visionarias obras de ciencia ficción, o de ficción especulativa, por la reacción maravillosa cuando le anunciaron la noticia.

Elfriede Jelinek, uno de los Nobel de Literatura más discutidos, mostró el camino de una narrativa diferente, bastante diferente, lo cual no es necesariamente mejor, a la que acostumbra el premio. La concesión del galardón a Wislawa Szymborska hizo que su maravillosa poesía, objeto de culto hasta entonces fuera de su ámbito lingüístico, pudiera estar al acceso de todas las lenguas. Toni Morrison, la primera autora de color en ganar el Nobel, recibió el premio por una obra más que sólida centrada siempre en la negritud y el género. Del premio a Nadine Gordimer hace falta decir poco más que el anuncio, “un gran beneficio para la humanidad”.

La poesía de Nelly Sachs, y el premio de 1966, abrió al mundo una de las voces más originales de Israel, mientras que Gabriela Mistral demostró la capacidad lírica de una poesía que podría ser “un símbolo de las aspiraciones idealistas de toda Latinoamérica. Pearl S. Buck, escritora mediocre pero con una genialidad que es Viento del Este, Viento del Oeste, puede que no mereciera el Nobel, pero la consagró para la historia. Y del primer Nobel de Literatura para una mujer que fue el de 1909 para Selma Lagerlof poco más hay que decir que recomendar la inolvidable El maravilloso viaje de Nils Holgersson.

Ellas doce siguen siendo leídas. ¿Quién se acuerda de las otras dos mujeres que han sido premiadas con el Nobel de Literatura? ¿Quién recuerda o lee a Sigrid Undset o a Grazia Deledda?

“Según una antigua leyenda sarda, los cuerpos de aquellos que nacen la noche de Navidad nunca se disolverán en el polvo sino que se preservarán hasta el fin de los tiempos.”

Esa frase, con la que comienza uno de los cuentos de Grazia Deledda, parece que no puede ser aplicable a ella, que ha sido olvidada desde aquel lejano 1926 en que recibió el premio Nobel, un premio cuyo anuncio acogió con un simple “Giá” antes de seguir camino a su estudio para seguir escribiendo. Como corresponde a la época en que nació, aunque de padres cultivados, no pudo acceder a una educación superior que la familia compensó con un tutor privado y una voluntad autodidacta de dedicarse a la literatura. Sus primeros cuentos son realistamente sardos con vuelos líricos, muy al estilo de la época. Todos los intentos de la crítica de enmarcarla, sin embargo, fallan ya que su obra, aunque ya pasada de moda, está más allá de cualquier definición.

Deledda tiene, en cambio, algo que la hace bastante diferente a sus predecesores y a sus sucesores en el premio ya que casi ninguno logró una obra maestra superior a las anteriores del galardón, mientras que ella escribió sus dos mejores obras después de recibirlo. La iglesia de la soledad, una obra sólo disponible en español en una viejísima edición de Aguilar, fue publicada el mismo año de su muerte por cáncer de pecho, el mismo mal que sufre la protagonista de la novela semiautobiográfica. Cósima, su obra maestra, también autobiografía disfrazada, fue publicada póstumamente y hace unos años Nórdica publicó una traducción más que decente: “Escribo mejor de lo que hablo y soy especialmente negada para hablar de mí misma. Por eso mismo, saludo a Suecia”.

El de Sigrid Undset en 1928 es, probablemente, uno de los discursos del Nobel más cortos de la historia. Y además un homenaje a su naturaleza decididamente nórdica. Nació en Dinamarca, creció en Noruega y recibió el premio en Suecia. Hija de un arqueólogo heredó de éste la pasión por la historia antigua. Convertida al catolicismo encontró en sus libros la manera de defender su fe. Y en su época la trilogía Kristin Lavransdatter (traducida al español como Cristina hija de Lavrans) fue una de las novelas más traducidas y leídas. En esa novela como en otras suyas está siempre presente el conflicto en el amor terrenal y el amor divino. Tras la ocupación nazi de Noruega, contra la que protestó activamente en la prensa, tuvo que huir a los Estados Unidos desde donde apoyó activamente a la resistencia de su país, al que regresaría una vez terminada la guerra y cuyo gobierno la premió con la Gran Cruz de San Olav por sus escritos patrióticos y sus acciones durante el conflicto.

Su conversión marca su obra que, en ocasiones, es abiertamente apologética como en el caso La Zarza Ardiente o La esposa fiel. Al igual que ocurrió con Grazia Deledda, una de sus mejores obras, probablemente la que mejor ha envejecido, y la más disponible en distintas ediciones en español es póstuma, su biografía Santa Catalina de Siena.

¿Qué extraño misterio, más allá de la calidad, del género o de la pertinencia contemporánea, hace que unos premios Nobel sean más editados y más leídos que otros? Una pregunta sin respuesta que sólo puede solucionarse volviendo a aquellos que, por mala suerte, por necesidad o por cualquier otro factor, no son “nombres” para leerlos. O, como lo decía mucho mejor Francisco de Quevedo, para “retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”.

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