Prólogo
Quien en el ejercicio de funciones públicas
tenga conocimiento de un hecho que la Ley
señale como delito, está obligado a denunciarlo…
CÓDIGO NACIONAL DE PROCEDIMIENTOS PENALES
Si es cierto, como lo sostiene la neurociencia, que en el mapa cerebral los juicios morales se alojan físicamente detrás de la frente, muy cerca de donde se forman las palabras, debe haber un sitio próximo donde se asiente la cultura de la legalidad y, en consecuencia, su ausencia se debe percibir como una oquedad visible, nada agradable. Esto puede ameritar detenernos frente al espejo.
En un plano de educación cívica, la presunción de inocencia es la prueba propedéutica de ese clímax de la legalidad que es la justicia. Nuestra civilidad se pone singularmente a prueba con ella. Si la justicia es el mínimo de amor socialmente exigible, como reiteraba el maestro Efraín González Morfín, la presunción de inocencia es el mínimo de justicia penal que se merece toda persona.
Pese a todo ello, la población, casi unánime, incluyendo a conspicuos personajes, pronunció un veredicto de condena en contra de Israel Vallarta -y, por añadidura, de sus dos hermanos y tres sobrinos- mucho antes de que se le dicte sentencia. Tras el fallo de la Suprema Corte en el caso de Florence Cassez, algunos le devolvieron su calidad de inocente, a regañadientes (a contre cœur, como dicen en francés); pero la responsabilidad de Israel Vallarta y sus coacusados, para la mayoría, simplemente está fuera de discusión: it’s a fact!
Sin embargo, semejante veredicto colectivo no se alcanzó después de haberse celebrado una audiencia de juicio oral como las que próximamente habremos de tener en todo el país. En ese caso, la condena social habría sido más que razonable; la oralidad y la publicidad precisamente servirán de control comunitario en la obtención de los medios de prueba; la inmediación, por su parte, garantizará la presencia ininterrumpida del juez y las partes en toda actuación procesal, y así sucesivamente los nuevos principios procesal-constitucionales cerrarán espacios a las deficiencias y desviaciones de los intervinientes en juicio, evitando o disminuyendo significativamente el riesgo de la fabricación de culpables.
El juicio oral servirá así como una suerte de transmisor de confianza de que ciertos hechos ocurrieron como fueron recreados en la sala de audiencia, conforme a reglas propias del debido proceso, es decir, aquellas normas que separaran la justicia de la venganza. No fue el caso: los distintos procesos, dispersados deliberadamente en la República, en contra de los miembros de la familia Vallarta empezaron y terminarán bajo el inquisitivo Código Federal de Procedimientos Penales de 1934. Recordemos que éste fue obra del entonces procurador general y expresidente Emilio Portes Gil, y que con él logró paralizar por ocho largas décadas la revolución procesal que se había anunciado desde el célebre “Mensaje Carranza” para detener las “confesiones forzadas, casi siempre falsas, que sólo obedecían al deseo de librarse de la estancia en calabozos inmundos, en que estaban seriamente amenazadas su salud y su vida” (en la apertura del Congreso Constituyente de 1916-1917).
Todavía no hay un solo juez que haya pronunciado sentencia en los procesos contra los Vallarta. En cambio, la condena colectiva ya ha sido dictada por importantes medios de comunicación.
Se hacía necesario ir más allá del juicio mediático. Estas páginas son una interpelación a la sociedad a ocupar el asiento que habría de tener en la sala de audiencias de un juicio oral para que, frente a lo que aquí se presenta, conteste a lo siguiente. ¿Estamos ante alegatos que invocan la falta de meras formalidades procesales, como se suele caricaturizar al debido proceso, o hay evidencias de una fabricación de culpables? ¿Qué implicaciones para la versión oficial tienen las violaciones graves a los derechos humanos que aduce la autora, como la muerte de un testigo forzado, o la tortura de los seis miembros de la familia Vallarta incriminados? ¿Qué resultados arrojan las investigaciones por los delitos que ha denunciado la familia Vallarta con apoyo en pruebas periciales de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos? ¿Y cuál ha sido la suerte de las propias quejas ante la CNDH? ¿Qué actores individuales e institucionales han hecho su parte -o encubierto su parte- para que la tortura se constituya en la práctica generalizada que observó Juan Méndez, relator especial contra la Tortura de la ONU, en su reciente visita a México?
Como en su tiempo lo hiciera Vicente Leñero en Asesinato, este libro marca un hito en el periodismo de investigación criminal; ofrece una respuesta a cada pregunta y presenta una teoría del caso en la que los manejadores del aparato inquisidor utilizan víctimas prestadas para cobrar venganzas ajenas y, al mismo tiempo, dar legitimidad a las acciones del Gobierno de la República en contra de la inseguridad.
Durante más de un lustro he seguido de cerca la investigación de Emmanuelle Steels, tanto en el caso de Florence Cassez como el de la familia Vallarta. Ella encaró a los personajes a quienes aquí desmitifica e inculpa; se involucró en las historias, y en las historias detrás de éstas, acudiendo a lugares remotos; hurgó en expedientes y consiguió información valiosísima en los propios bebederos del tigre, como fueron los registros, renglón por renglón, de las personas que entraron y salieron de las fortificadas instalaciones de la entonces SIEDO, dando así testimonio de que, como lo dijera Ryszard Kapuscinski, el gran corresponsal polaco, el periodismo no es una ocupación, sino una identidad.
Miguel Sarre
Abogado y profesor universitario,
primer ombudsman en la vida pública en México
(Aguascalientes 1988-1990)
Introducción
Mexicanos sin derechos
La verdad, como la cebolla, tiene diecisiete envolturas. Lo decía el escritor francés Paul Claudel. A través de su incongruente exactitud matemática, esta metáfora transcribe de forma muy gráfica la difícil búsqueda de la verdad en un caso tan enredado como el de la banda de los Zodiaco. Muchas capas de complejidad lo envuelven. El malentendido que consiste en llamarlo el caso Cassez es solamente una de ellas. Considerar que se ciñe a la francesa Florence Cassez como única protagonista de esta historia, y enfocar la atención sobre la violación de sus derechos, su culpabilidad o su inocencia, es la mejor forma de ocultar un expediente complejo.
Israel Vallarta y sus familiares son mexicanos. Es su mayor defecto a los ojos de sus compatriotas: eso los mantiene en el olvido. No tienen un pasaporte extranjero, ni un presidente que los defienda. Se les puede torturar, se les puede detener arbitrariamente: todos sus derechos son quebrantables. No han recibido sentencia, pero están destinados a pudrirse en la cárcel con su presunción de inocencia. Son los malos de la película, los principales acusados de la nebulosa banda de los Zodiaco. Y, sin embargo, ¿quién se acuerda de ellos? Fueron los figurantes de este caso, emblema de la justicia mediática a la mexicana.
Israel es el más joven de nueve hermanos. “Jefe de la banda de secuestradores”, se le proclama, en el momento de su detención, junto con su novia. Aquel 9 de diciembre 2005 estoy en Madrid. Trabajo como corresponsal para un periódico y una radio de Bélgica, mi país de origen. Justamente estoy cubriendo otra sonada captura que tuvo lugar el mismo día: un criminal de guerra croata, un general buscado por la Corte Penal Internacional para la antigua Yugoslavia, es detenido por la policía española. Absorbida por la historia de ese hombre acusado de haber asesinado a centenares de civiles serbios y de haber forzado a otros miles al exilio durante la guerra de los Balcanes, estoy lejos de sospechar que este caso mexicano, anecdótico en comparación con las infamias de un asesino cazado por la justicia universal, atraerá mi atención un día.
En mayo de 2009 conocí a Jorge Vallarta y Gloria Cisneros, los padres de Israel. Recuerdo dos seres endebles que vacilaban bajo el peso del dolor. Se apoyaban el uno en el otro y milagrosamente se mantenían en pie. Nos despedimos en la esquina de la banqueta donde caían sus lágrimas. Mientras subían al coche nos contemplaban extrañados. Tres días antes de nuestro encuentro habían presenciado la detención de su hijo René, el hermano mayor de Israel, y de sus nietos Juan Carlos y Alejandro. Habíamos llegado, tres periodistas extranjeras, al lugar de la detención, en Iztapalapa, para oír su versión de los hechos. Fue un operativo violento; los dos ancianos fueron empujados y golpeados. Lo primero que pensaron es que se trataba de un secuestro. A Jorge, de 73 años, le apuntaron al pecho con un arma. Todavía le cuesta evocar los detalles de ese día sin dejarse sumergir por la emoción. A su esposa, hoy fallecida, la obligaron a subirse la falda por encima de la cabeza para no ver lo que ocurría.
En esa época el conflicto diplomático entre México y Francia había alcanzado su apogeo. Con otras corresponsales empecé a estudiar el expediente judicial de Vallarta y Cassez: 14 tomos -hoy son 31- que debían guardar algo de verdad, pensé. En la prensa se desplegaba una mezcla de propaganda oficial, investigación superficial y odio visceral. El expediente era el único lugar donde podría aprender algo nuevo sobre este caso. Quería tocar algo tangible, acceder a las declaraciones oficiales de los testigos. Quería tener contacto con algún tipo de materia prima, y no con los rumores, las fábulas de la policía y las declaraciones sobre las declaraciones. En esos más de 10 000 tomos se encontraba una versión totalmente distinta de lo que había escuchado sobre el caso hasta entonces. La leyenda mediática sobre la banda de los Zodiaco se había construido fuera de la realidad del expediente, tenía vida propia…
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