¡Soy la herida y el cuchillo!
¡La mejilla y la bofetada!
Soy los miembros y la rueda.
Soy el verdugo y la víctima.
Baudelaire
Hoy 8 de septiembre se cumple un año del asesinato de Jair Magallanes. En este país nos encantan los eufemismos y yo no quiero usarlos ahora, la denuncia indirecta no funciona: Jair no murió, no falleció, no fue recogido por el Señor, Jair fue asesinado. Es obvio que he de mencionar la tragedia que significa para mi familia esto, algo tal vez irrelevante para los que no pertenecen a este clan. También tal vez así son de irrelevantes los otros miles asesinatos que el narcotráfico ha realizado en este país, todas esas muertes están tan lejanas de nosotros porque no son el pan que nos alimenta cada día, porque no conocemos a esos asesinados, porque el narcotráfico aparece en el inconsciente colectivo como un ente que simplemente ahí está y del que podemos hablar sin conocerlo a fondo más que a través de horribles noticias lejanas.
Nosotros, el bajío del país, no conocemos al narco en realidad, eso no significa que no nos rodee, sólo no lo vivimos como en otros lugares que al final lo llevan tan pegado a ellos que lo consideran ordinario; la muerte constituye la materia de todos sus días. La narcocultura los invita a pertenecer a sus filas como algo inevitable, en un extremo u otro, víctima o victimario. A veces ya no importa si es verdad o ficción, el mito sangriento que nos hemos creado lo rodea con un halo de veneración antes que de miedo. Ahí están como muestra los narcocorridos o las marchas a favor de grandes mercenarios. Sustantivos como cártel, sicario y muerte se repiten hasta el paroxismo en las noticias. El espectáculo brilla hasta opacar la destrucción de la que todos somos víctimas en esto que no es solo un tema de estadísticas o metodologías.
Nos atrevemos a responsabilizar al sistema por no combatir eficazmente la expansión de las drogas mientras inhalamos dos líneas de coca o le damos el jalón al faso. Odiamos a los homosexuales y los domingos cantamos que nos amemos todos como Él nos amó. Lamentamos el asesinato y violación de una bebé mientras el morbo nos incita a querer saber más. Por la mañana velamos a un conocido y salimos de fiesta esa noche porque el vivo al gozo. No somos contradictorios, pertenecemos al espectáculo.
Con profunda tristeza, me doy cuenta que Jair pertenece a otras estadísticas: 27 años, hijo, padre, esposo, hermano, maestro de escuela, talabartero y músico por mero gusto, jinete del Mango, su caballo, que como si de una canción ranchera se tratara le lloró en el funeral.
También mi primo hermano fue un episodio más de un periódico de nota roja, sigue siendo un expediente en la ministerial y por toda la vida será un dolor inmenso que inunda el corazón de los que lo conocimos.
Es difícil creer y entender que a personas como nosotros, de a pie, ordinarias, sin problemas con nadie nos tocara enfrentarnos a algo así. Nadie lo cree. Nadie está preparado. Nadie, después de un año, ha logrado la resignación. En un mundo tan sanguinario como este ha demostrado ser, nadie se quiere ver envuelto en el protagonismo del dolor.
Lo que parecía ser una denuncia al inicio de este texto, se ha vuelto un mero vehículo anecdótico y sentimental, no me arrepiento. Que sea un tributo a las familias que viven la tragedia del arrebato de un amado y que como pueden continúan su vida, ya no solo clamando justicia, sino rogando por paz.




