Ho camminato per le strade, col sole dei tuoi occhi.
Ci vuole un attimo per dirsi addio, spara.
Che bella quiete sulle cime; mi freddi il cuore e l’anima
ci vuole un attimo per dirsi addio…
Il Volo – Zucchero
El pasado martes falleció Giovanni Sartori. A pesar de que ya era mayor (el fin lo alcanzó a los 92 años) su lucidez será echada en falta, en estos tiempos en los que la democracia parece vivir momentos de fragilidad. A Sartori lo conocí por sus textos. En la carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública era (y afortunadamente sigue siendo) referencia obligada. Él, junto con otros teóricos en su mayoría italianos, era presentado como una piedra fundacional de la teoría y la ciencia políticas contemporáneas. Profesor, investigador y teórico, escritor y periodista, Sartori es un referente obligado para entender el funcionamiento científico de las relaciones de poder en cualquier sociedad. Así su enormidad.
Sartori estuvo cercano a México. Visitante frecuente, celebró el triunfo de Fox como un triunfo democrático. Aseguró que, aunque el PRI volviera a ganar la presidencia (luego del 2000), la democracia mexicana seguiría fortalecida. Sin embargo, México ha caído en una de las tesis de Sartori, la del Homo Videns: ese humano empobrecido en su capacidad de entender porque su concepción de la realidad está dirigida por los contenidos mediáticos, acentuados por la velocidad del internet, con impactos contundentes en la forma en que las sociedades entienden el poder y su participación política. Así nuestro pobre electorado, que también fue descrito categóricamente por Sartori en su texto fundamental sobre Partidos y Sistemas de Partidos, en los que nuestro modelo es descrito con precisión abrumadora, incluso en la evolución que supuso la alternancia partidista iniciada a mediados de la década de los ochenta, y que medianamente se ha ido consolidando hasta hoy.
En más sobre su visión respecto a México, concretamente en el ámbito del empoderamiento del crimen organizado, Sartori fue tajante: “Debería ser aplicado el código militar, que contempla el fusilamiento, porque se trata de una auténtica guerra y porque los narcotraficantes pensarían dos veces antes de seguir delinquiendo”. Así, sin ambages ni medias tintas, expresó (para repelús de los buenpedistas) algo que en otras ediciones de esta columna se ha planteado también: la posibilidad de que nuestro Estado ha fallado, y que nos encontramos -de facto- en una guerra civil todavía no ideologizada. Igualmente, en el tema de la corrupción, en el que Sartori veía una gravísima falencia del Estado Mexicano, comentó que se debían aumentar las penas legales contra la corrupción, pero que era necesaria mucha voluntad y entereza de nuestra clase política, porque: “En ocasiones los que deben tomar ese tipo de decisiones también son corruptos, lo cual afecta enormemente el funcionamiento fisiológico de un Estado democrático”. Esto lo dijo en 2015 en Roma, cuando en ese lugar el titular del Poder Ejecutivo le entregó la presea de la Orden Mexicana del Águila Azteca, “La más alta distinción que el país entrega a extranjeros por sus servicios prominentes prestados a la humanidad”. Es decir, expresó estas ideas hace poco tiempo, ante el presidente, después de la “Casa Blanca”, de Virgilio Andrade, de la “Noche de Iguala”, lo que dice mucho sobre su estatura moral, en un contexto en el que Peña Nieto buscaba legitimarse afanosamente.
Además de la presea de la Orden del Águila Azteca, recibió muchos otros reconocimientos: varios honoris causa de distintas universidades occidentales (la UNAM, entre ellas); el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales “por su compromiso con las garantías y las libertades de la sociedad abierta, además de contribuir al debate contemporáneo de la ciencia política”; entre otros galardones motivados por su contribución al entendimiento de la realidad global, como en su texto La sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros, en el que ya adelantaba ideas sobre la integración de la migración islámica en Europa, y el modo en el que supondría (de acuerdo con una entrevista de La Jornada, en 2003) para los “inmigrantes provenientes de países islámicos y que profesan su religión, el riesgo por el sentimiento de que su tierra, su propiedad y sus creencias sean destruidas por Occidente”. Sobre esa idea, abundó en que “Tenemos un escenario terrible… El fundamentalismo es como el agua que permite que florezca el terrorismo. La agresión está desarrollando esta situación”. Ese era Giovanni Sartori, dueño de una voz que no temía a la impopularidad, que valoraba más la franqueza al agrado, y que no escatimaba en pedagogía para ilustrar la realidad, como en su natal Italia, en la que no recurrió a sutilezas para llamar al periodo de Berlusconi como un “Sultanato”, o sus ácidas críticas a la Iglesia católica por -entre otras cosas- los hipócritas controles de natalidad promovidos por ésta desde el Vaticano, que le retrataban -muy a lo Voltaire- como un ateo mordaz y fundamentado.
Murió Giovanni Sartori. Así, en este momento aciago del mundo, de la guerra en Siria y Putin, de Trump o AMLO, del Brexit y el cisma europeo, de Le Pen y Venezuela, de la amenaza perenne que implican el Daesh o Norcorea, de nuestra propia narcopolítica corrupta y la velada guerra civil de facto que amenaza nuestra democracia. Así, en este contexto, se va una de las mentes más lúcidas en el entendimiento y la explicación del poder político y sus implicaciones más amplias. Así, en este mundo se apaga la luz de Sartori, de la que queda un reflejo en sus textos, leídos por pocos, porque los muchos se alimentan de los viciados medios audiovisuales con los que empobrecen su propio entendimiento. A Sartori lo “acusaban” de altivez. Él respondía a sus detractores que “algunos personajes son unos pigmeos, por lo que es inevitable mirarlos de arriba hacia abajo”. Como el Asterión de Borges, Sartori bien pudo decir: “Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura…”, pero -muy distinto al Minotauro- Sartori sí se interesó por “lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres”, y se le fue la vida en ello. Él, como filósofo que era, tuvo un espíritu con cabida para las “triviales y enojosas minucias”, porque -lo demostró con sus ideas puestas en letras- estaba “capacitado para lo grande”.
Hasta siempre, maestro.
alan.santacruz@gmail.com | @_alan_santacruz | /alan.santacruz.9




