Life is a mystery, everyone must stand alone.
I hear you call my name, and it feels like home.
When you call my name, it’s like a little prayer.
I’m down on my knees, I wanna take you there.
In the midnight hour I can feel your power,
just like a prayer, you know I’ll take you there…
Like a prayer – Madonna
En la entrega anterior de estas Memorias de espejos rotos se tocó el tema de la incompatibilidad entre el modo de producción capitalista en su fase superior del neoliberalismo, con respecto a la democracia y su escala de valores, particularmente con el de la formación cívica. En el mismo sentido, quisiera abordar el mismo tema, pero a partir de la relación entre la democracia y los diversos sistemas de creencias que se agrupan en las religiones de origen judeocristiano.
Como ya se ha abordado, el modelo democrático de la civilización occidental encuentra sus raíces en las formas de organización política de la península Helénica y de la República Romana, con antecedentes que se rastrean hasta el siglo V antes de Cristo, cuando Solón de Atenas impulsó reformas para difuminar el poder de los linajes y distribuirlo entre los ciudadanos censados. Luego de la expansión alejandrina y del Imperator romano, llegaron las formas de organización política derivadas del periodo Constantino, que dieron origen a lo que llamamos Alta y Baja Edad Media, muy emparejadas con la teocracia monárquica. Esto significó un retroceso democrático, cuyo empuje se retomó hasta el renacimiento italiano, con propuestas de poder político secular -como las de Maquiavelo- y de la paulatina erosión de los estamentos religiosos en el ejercicio de la política. Luego del Cinquecento, un par de centurias después, el movimiento ilustrado volvió a impulsar la vocación republicana, democrática, y civil de occidente. La Revolución Francesa y la independencia de los EU nos heredaron la posibilidad de emanciparnos de las monarquías, de erradicar los vestigios teocráticos en el gobierno civil, y de abrazar una noción más acabada de derechos humanos como norma de coexistencia. Finalmente, las oleadas democráticas en Latinoamérica y Europa luego de la II Guerra Mundial, y la propia constitución de la ONU, regularizaron el estándar occidental de organización política y social. Un estándar que se ve amenazado por los radicalismos religiosos de la tradición judeocristiana, que incluyen al catolicismo y sus cismas sectarios, así como al islam en sus distintas expresiones.
¿Por qué pueden ser incompatibles los valores seculares de la democracia con los valores religiosos de la tradición judeocristiana? La respuesta es simple, pero asentarla en marcos de coexistencia que den gusto a todos, es complicada: mientras que la democracia se funda en la universalidad de los derechos humanos para todas y todos los ciudadanos, sin distingo de raza, credo, etnia, sexo, expresión de género, preferencia u orientación sexual, clase social, nivel educativo, u origen geográfico; en la escala de valores de la confesión judeocristiana sí existe una discriminación negativa entre las personas y sus relaciones. Por ejemplo, la cuestión de la mujer: ni en el islam, ni en el judaísmo, ni en ninguno de los credos del cisma cristiano, ninguna mujer podrá ser igual al hombre en términos de su derecho canónico ni en las posibilidades de acceso al poder eclesial. Peor aún, a la mujer tradicionalmente se le considera causante de falta y tentación; en suma, de ser la posibilidad de la impureza. Aunque eso figura en las escrituras llamadas sagradas, trasciende el papel y fomenta relaciones familiares y sociales patriarcales, que ponen a la mujer en una categorización secundaria respecto al hombre; esto trasciende el ámbito privado y afecta al público. Recordemos solamente que la imposibilidad impuesta por el canon judeocristiano para que una mujer decida sobre su cuerpo, su salud reproductiva, el ejercicio de su sexualidad, y su independencia económica, se proyecta en la incapacidad impuesta a las mujeres para que pudiesen decidir sobre los asuntos públicos, votar en las democracias, o asumir responsabilidades de gobierno. Ahora, si la mujer padece el falocentrismo judeocristiano, peor le va a la persona homosexual, pues en este árbol de creencias se le considera una desviación, una torcedura impía a la que -en el mejor de los casos- hay que tratar desde la conmiseración, o -en el peor de los casos- hay que erradicar, incluso, con la muerte. Lo anterior respecto a las personas, pero -por extensión- las relaciones sociales también se ven afectadas negativamente. Pongamos, por ejemplo, el matrimonio; a la sazón de estos credos, sólo es concebible entre un hombre y una mujer (o más de una mujer, de acuerdo a ciertas interpretaciones del Corán, pero en ningún caso de una mujer con más de un hombre); el matrimonio, debe cumplir -además- el estricto fin de la reproducción (no sólo de la especie, sino también –indefectiblemente- del credo); si no es así, se le considera una unión yerma, estéril, inútil, de segunda. Esto no abarca sólo al matrimonio, sino a la relación social entre cualquier creyente y cualquier no creyente. A quienes no forman parte de su cuerpo de creencias siempre se les ve como de una otredad extraña, desorientada, no susceptible de ser elegida para la salvación; en suma, una otredad fallida. Mientras que los griegos de la época de Solón tenían su asamblea ciudadana, con carácter incluyente, público, y deliberativo, a la que llamaban ecclesía; la actual concepción de ecclesía (iglesia) restringe y excluye a los no creyentes, a los excomulgados, a los que por no adecuarse al canon han sido condenados al anatema. La iglesia, pues, cifra la exclusión ante sus desiguales. Esto carecería de importancia si dicha exclusión sólo se mantuviera en el ámbito privado, como si de un club social se tratara; así ya cada quién podría decidir libremente si se afilia o no. El problema es que los integrantes de ese club pretendan extender el carácter exclusivo incluso a quienes no comulgan con su fe.
Esas diferencias vuelven incompatible al esquema de creencias de la tradición judeocristiana militante con el esquema de valores democráticos fundados en los derechos humanos. Aquí hay una paradoja interesante, cuya falta de resolución nos ha acarreado dolor y divisionismo: en una sociedad diversa ¿cómo incluir a los que excluyen? ¿Cómo dar el mismo valor a quienes devalúan al otro? ¿Cómo hacerlo sin que eso implique un riesgo para el mantenimiento del modelo democrático? La respuesta fácil podría apuntar a que las creencias de fe deben mantenerse en el ámbito de lo privado, y hasta ahí todos contentos. Pero ¿cómo lidiar con el fenómeno cuando los creyentes radicales pretenden exceder este ámbito privado y exigen una legislación, una educación, una administración, basada en credos? ¿Cómo dar abrigo en la sociedad a quienes demandan estados de excepción motivados por creencias? ¿Cómo validar con equidad a las demandas que exigen un trato desigual a las mujeres, a los homosexuales, a los de otra “raza”, u otra creencia? ¿Cómo responder si estas demandas se exigen con violencia? En todo el mundo occidental vivimos lo cruento de esta paradoja: linchamientos sociales (mediáticos, cuando no violentos) contra quienes no están en el canon de las creencias particulares, que se escudan en el valor occidental de las libertades de credo, de expresión y de manifestación de las ideas. En ese sentido, la radicalización de los credos judeocristianos en occidente es –junto con el neoliberalismo capitalista y el renacimiento de los totalitarismos- el huevo de la serpiente para la democracia.
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