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viernes, diciembre 19, 2025

Pandémica estulticia/ A lomo de palabra 

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… nada convence más que una historia apropiada.

Martín Caparrós, Sinfín

 

Desde que comenzó la pandemia he ido cayendo cada vez más y más en la cuenta de que la superstición, la ignorancia, el pensamiento mágico y la simple y llana estupidez están mucho más dispersos de lo que yo suponía. Abundan. Desplegada en un pletórico abanico de colores, la tontera rebosa, es plaga que cunde. Y que nadie se ofenda, por favor, no me estoy refiriendo a alguien en particular: no estoy señalando un problema de inteligencia individual, sino una condición de inteligencia social y de confianza. Hablo de una situación.

¿Todos los sapiens que han creído y creen bobadas son bobos? No, nadie necesita ser especialmente ingenuo para tragarse un cuento. Sucede que no es requisito ser un idiota redomado para creer idioteces, y a partir de ahí, en consecuencia, actuar estúpidamente. ¿O usted piensa que toda la gente que ha creído y cree plenamente en cualquiera de los grandes embustes y falsedades que la historia documenta eran o son un atajo de imbéciles? Uno que otro habrá, seguramente, ¿pero todos? ¡Por supuesto que no! O desde la perspectiva opuesta, considerando que actualmente desarrollamos tanta ciencia y tecnología, que millones y millones de hombres y mujeres común y corrientes saben usar aparatos tan complejos como una computadora, ¿de verdad usted cree que los humanos de hoy en día somos mucho más inteligentes que los de antes? Y no estoy pensando en modelitos tan recientes como nuestros bisabuelos o tatarabuelos, sino que pienso en la gente que estuvo por estos lares y para bien nuestro consiguió sobrevivir hace varias decenas de miles de años. ¿Considera usted que nosotros, armados con nuestros smartphones y nuestras tablets, cobijados por una constelación de satélites creados por nosotros mismos, patronos de todos los rincones del orbe, caciques planetarios, somos más inteligentes que ellos, aquellos modestos ancestros nuestros que apenas y a duras penas lograron sobrevivir andando a salto de mata? Piénselo… Si usted eso supone, que somos ahora más inteligentes que, por ejemplo, nuestros congéneres cazadores-recolectores, con toda la pena voy a compartirle un dato: “Durante los últimos diez mil años [es decir, más o menos el período que va de la revolución agrícola hasta nuestros días], el cerebro del homo sapiens ha disminuido de tamaño alrededor de un 10 por ciento, o entre un 3 y un 4 por ciento en relación con el tamaño de nuestro cuerpo.” (Gaia Vince, Transcendence). Así que si en nuestros días, por ejemplo, mucha gente se lava las manos antes de comer y después de ir al baño para evitar una infección gastrointestinal, mientras que hace apenas unos mil años casi nadie lo hacía, no es porque ahora seamos más inteligentes. Tampoco se puede explicar por alguna atrofia del intelecto que, durante la mayor parte de la existencia de la humanidad, cuando a las personas les tocaba en (mala) suerte presenciar un eclipse total de sol experimentaran un terror existencial atroz. Sin duda, antes se sabía menos, mucho menos, se entendían menos los procesos, pero eso no significa que la gente fuera más pazguata que ahora. Y tampoco es que ahora seamos mucho más brutos que todos ellos, los pretéritos; no es por falta de entendederas que hoy seamos tan propensos a caer fácilmente presas de la estulticia. ¿Entonces?

En principio, conviene recordar que además de ser seres creadores, somos seres creyentes. Hemos evolucionado para crear y creer en ficciones que nos permiten integrarnos en comunidades. Sin un mito fundacional funcional no hay pueblo integrado. Ninguna sociedad es viable sin la argamasa de las ficciones compartidas por sus miembros. Hacemos mundo, mundos, imaginando historias. “Hombres, somos hombres: especialistas en creer. O en creer que creemos”, escribe Martín Caparrós en su más reciente novela, Sinfín (2020).

Además, somos proclives a creer en estupideces, grandes y pequeñas, precisamente porque nuestra inteligencia es ya más que nada un artilugio social. Toda la cultura, todo el desarrollo civilizatorio, se basa en nuestra capacidad de copiar: By copying, we made our world, sintetiza Gaia Vince. Copiamos las soluciones que otros han dado ya a los retos que enfrentamos, de tal manera que para estas alturas de la historia ya son muy muy pocos los problemas que un ser humano tiene que resolver por sí mismo en su día a día. Por eso, la inteligencia de los sapiens es cada vez es más social, cultural. Nuestra conciencia misma es impensable sin los demás. Valga traer a cuento a Roger Bartra, quien, al igual que Gregory Bateson (1904-1980), el antropólogo que acuñó el concepto ecología de la mente, piensa que la conciencia únicamente puede entenderse como parte de un gran sistema en el que interactúan tanto el contexto físico como el sistema de relaciones sociales en los que vivimos. Más incluso, tajante, sostiene que “la conciencia es la articulación entre el cerebro y la sociedad” (Cerebro y libertad, 2013). Uno no (saque qué) es sin los demás.

Agregue usted que ese cada vez más exótico sitio al que nos referimos como “la realidad” es una construcción social. Cualquier entorno humano es por definición, una creación, una creación colectiva. El mundo es un artificio.

Finalmente está la confianza, ese gran prejuicio sin el que ninguna sociedad podría funcionar. La gente da por ciertos en una serie de asertos que jamás intenta comprobar y en la mayoría de los casos no podría hacerlo.

En suma, resulta que en la medida en la que una sociedad es más compleja y sus integrantes soportan su entendimiento de las cosas en herramientas sociales de pensamiento y sus relaciones dependen mayormente de redes de confianza, la noción de la realidad se vuelve más vulnerable. Las narrativas que pueden dar tranquilidad no necesitan expresar verdades ni estar apuntaladas en hechos; es suficiente que sean más o menos verosímiles, compartidas y, sobre todo, ayuden a mantener, aunque sea un poquito más de tiempo, un mundo que está cambiando, el nuestro.

 

@gcastroibarra

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