Cuentos de la colonia surrealista
Las lecturas de la abuela
Nunca me ha asustado lo sobrenatural. Desde niño crecí tan rodeado de eventos de esta índole e historias relacionadas -sobre todo del lado de la familia paterna- que jamás consideré la posibilidad de que se tratase de situaciones extraordinarias ni cuestioné la veracidad de las mismas.
Con lo anterior no estoy afirmando que lo llamado paranormal, ya saben, fantasmas, entes, energía, visiones, premoniciones, lecturas predictivas, etc., sea real, aunque tampoco lo desestimo. Solamente dejo en claro que, como crecí rodeado de este tipo de eventos, asumí en mi mente infantil que a todos los niños les pasaba, que lo que ocurría en mi casa ocurría en el resto y que así funcionaba el mundo. No fue sino hasta muchos años después que entendí que no funcionaba así -o no para todos-, que mucha gente se asustaba y que nadie más tenía una abuela como la mía, que hacía cosas que las otras abuelas no hacían.
Desde que tuve uso de razón mi abuela siempre fue mi abuela: una señora sonriente y dicharachera que, con su cabeza siempre cubierta con una pañoleta, hacía magistralmente tres cosas: Preparar la mejor sopa de fideos que he comido en mi vida, jugar apasionadamente a las cartas -acompañada siempre de un cigarro- y leer la borra del café. Estas dos últimas actividades las realizaba casi a diario y siempre en ese orden. Alrededor de las cuatro de la tarde un grupo de mujeres de su edad, y ocasionalmente algún hombre, que no llegaba ni a media docena, se congregaba en su casas alrededor de la mesa del comedor y jugaban a las cartas mientras se ponían al corriente de las novedades que acontecían en el barrio. Que si la hija de los Domínguez, decía doña Marina; que si el despido injustificado de José, el hijo de Francisco, añadía doña Imelda; y, por lo bajo, como no queriendo, que si Claudia tenía un amante, comentaba casualmente don Roque. La información iba y venía. Corrían los chismes, las risas, las cartas, los cigarros y el café que mi abuela, doña Isaura, preparaba para la ocasión. Después, en algún momento que nadie podía prever, pero que todos esperaban, de manera solamente mi abuela daba una última y larga calada a su cigarrillo y apagaba ceremonialmente la colilla, apretándola contra el cenicero, dejándola ahí, en vertical, ante los atentos ojos de los congregados que, sabiendo lo que ese movimiento significaba, guardaban un respetuoso y expectante silencio.
Mi abuela, vanidosa como siempre fue, hacía gala de todo su histrionismo y, dejando pasar algunos segundos, estiraba su mano derecha hacia cualquiera de los presentes -sin un orden concreto-, solicitando de esa manera la taza vacía del elegido,
En ese momento nadie hablaba, las respiraciones se detenían y el silencio que se instalaba podía cortarse con un cuchillo. Doña Isaura tomaba la taza con sus dos manos y observaba el asiento del café con una neutralidad que bien podría envidiar el más experimentado jugador de póquer. Después inclinaba y levantaba la taza hasta la altura de los ojos, mismos que entornaba suavemente mientras veía el poso durante uno, dos, tres segundos que parecían eternos.
“Jummm”, dejaba escapar regularmente, aunque a veces soltaba un “vaya, vaya” o un “ya veo”.
Después, con toda ceremonia bajaba la taza y, colocándola sobre la mesa, soltaba a bocajarro su vaticinio: “Renuncia a ese trabajo”, “mañana no te acerques a tal lugar”, “vas a ser abuela”, “te encontrarás un fajo de billetes” y muy, pero muy ocasionalmente un “lo siento”. Aunque era más bien infrecuente, si la noticia era triste, todos los presentes mantenían el ahora incómodo silencio y la persona aludida, mostrando una forzada sonrisa, soltaba un seco “gracias… supongo” que se mezclaba con algún inquieto carraspeo de alguno de los presentes antes de que mi abuela pidiera otra taza a la brevedad para continuar con sus lecturas.
Si, por el contrario, la noticia era más bien alegre -lo que ocurría casi siempre-, todos los presentes celebraban el vaticino y solícitos acercaban su taza a doña Isaura sin esperar a que ella la solicitara, para ver si corrían con igual o mejor fortuna.
Una vez leída la totalidad de los posos, mi abuela comenzaba a despedir a los presentes, conminándolos a regresar pronto a jugar otra partida de bridge y jamás haciendo alusión a los augurios realizados; como si no fueran importantes, como si nunca, siquiera, se llevaran a cabo.
Después se giraba hacia mí, que procuraba no perderme ni una sola de las reuniones, y, agradeciéndome la compañía, me pedía ayuda para recoger la mesa mientras dejaba escapar algún comentario acerca de alguna de las visitas vespertinas: “ha engordado un poco”, “me parece que Gertrudis hace trampa, tendré que echarle un ojo”, “Imelda no para con los chismes”, cosas así.
Durante años fui testigo de la rigurosa costumbre de mi abuela y jamás, en toda su vida, tuve noticia de que haya errado ni una sola de sus lecturas, por las cuáles, por cierto, nunca cobró absolutamente nada.
Cuando, después de años y aprovechando mi condición de nieto favorito -el único que todas las semanas iba a visitarla-, le pregunté por qué no cobraba por sus servicios sólo atinó a mirarme con gravedad y preguntarme si yo sería capaz de cobrar por un servicio que yo nunca había dado ni era capaz de dar. Ante mi perplejidad, explicó: “Jamás en mis 84 años de vida he tenido ni una sola visión y no tengo ni la más remota idea de cómo se lee el café. Para mí es una diversión, nada más. Sólo digo la primera cosa que se me ocurre en ese momento, hijo, procurando no repetir lo que ya dije en días anteriores. Que de pronto haya coincidencias o que la gente se sugestione al grado de volver realidad mis supuestas lecturas, ya no es cuestión mía”. Y como no terminaba de salir de mi asombro, agregó: “Yo tengo de oráculo y pitonisa lo que un político tiene de honesto. ¡Y mira! ¡A ambos nos creen!”, y soltó una carcajada tan sentida y sonora que las lágrimas terminaron por asomarse por sus ojos.
¡Canija mi abuela! Con todo, insisto, jamás tuvo un solo fallo en sus “predicciones”.




