Cuentos de la colonia surrealista
Lo que contaba Genaro
En la esquina suroriental del parque del barrio hay unos pequeños montículos de tierra coronados, cada uno, con pequeños magueyes que, si reciben los cuidados adecuados, dentro de unos veinte años serán -o podrán ser- orgulloso material para un buen tequila.
Pero para ello falta mucho tiempo y falta, también, que otros factores, allende los años, se conjuguen o que brillen por su ausencia: que el gobierno no quite el parque ni lo venda a un desarrollo inmobiliario, que los niños (y no tan niños) traviesos los respeten y no los arranquen, que no se incendien, o que los jardineros que lleguen a ser encargados del cuidado del parque cumplan con la mínima -aunque no carente de importancia- labor de regarlos de manera continua, aunque no excesiva.
Es difícil saber si durante los años venideros se cumplirán éstas u otras circunstancias, y para saberlo, todavía falta mucho, mucho tiempo. Por el momento sabemos que los montículos con sus magueyes están ahí y que Genaro de Jesús cumple -no tan cabal y rigurosamente como quisiéramos, pero sí lo suficiente como para mantener a los magueyes con vida- con su tarea de regar y cuidar los prados del parque en su función de jardinero, de único jardinero del lugar.
Además de regar los diferentes prados del parque cada tercer día, Genaro de Jesús, que acude al lugar de lunes a viernes -sábados y domingos el parque se las arregla como puede-, también es el encargado de vaciar los botes de basura, de recoger la basura que la gente no tira en los botes de basura, de barrer las áreas comunes, de podar los arbustos y, aunque no está en su contrato -lo hace por amor al arte-, también invierte una gran cantidad de su tiempo en platicar con las personas que acuden al parque a caminar, aunque éstas no quieran hacerlo o aunque no tengan tiempo para ello, especialmente con los que pasean a sus perros, a quienes les recomienda una y otra vez que lleven a sus cuadrúpedos a correr a la sierra, para después referirles la historia de cómo su vecino -el muy cabrón- le envenenó a sus perros porque decía que se comía a las ovejas de su rebaño.
Finalmente, si los caminantes lo permiten y la oportunidad se presenta -y casi siempre ocurre aunque esto lo desvíe de las actividades para las que sí está contratado-, Genaro de Jesús vacía de su pecho el pesar de tener que recoger la basura de cada uno de los botes y de fuera de ellos, y de los regaños que de sus jefes recibe porque no les gusta la basura que encuentran en los botes destinados para ello.
A veces, sin embargo -y últimamente con mucha más frecuencia que la habitual-, el jardinero comenta, como no queriendo la cosa, de forma casual, pero firme, que en los montículos de la esquina suroriental es la zona donde más batalla para recoger basura y donde ha encontrado los desechos más inusuales. Dichos desechos, que van desde fotografías envueltas en telas moradas y listones dorados, hasta huesos -quizás humanos-, pasando por lencería sensual, cartas envueltas en cáñamo y una gran variedad de hierbas de olor, vasijas rotas y cenizas esparcidas, no son otra cosa -afirma un Genaro de Jesús solemne y preocupado- que rituales de brujería que la gente hace en la noche, razón por la cuál ni siquiera se atreve a recoger dichos desechos con su mano. “Para eso tengo un palo de escoba con un clavo, la escoba y el recogedor. Yo no quiero que nada de eso se me pegue” dice antes de continuar con sus labores mientras se persigna y forma con sus manos la señal en contra del mal de ojo.
No estoy seguro de si a Genaro de Jesús se le olvida con quien ha hablado y a quien le ha dicho qué o no, pero al cabo de cinco veces en menos de diez días de escuchar acerca de los rituales que se llevan a cabo en la noche y los hallazgos que derivados de éstos tiene el jardinero, la curiosidad pudo más y hace cinco noches me apersoné en el lugar donde crecen los magueyes y me encontré con cinco encapuchados musitando extrañas palabras y realizando en círculo un extraño baile cadencioso que se vio interrumpido una vez que me puse en medio de ellos y les insté, de la manera más amable y calmada posible, a que dejaran de hacer eso porque no tenían ni idea de lo que estaban haciendo y de los peligros que ello podría acarrearles.
Todo ocurrió muy rápido -no creo que hayan pasado siquiera diez segundos cuando todo terminó-. Me llamaron “pinche abuelo metiche” y me invitaron a ir a chingar a mi madre si no quería que algo malo me ocurriera y yo, respetuoso como soy con mi madre, musité tres palabras antiguas, casi olvidadas con el tiempo, y al momento cinco rayos cayeron sobre los cinco encapuchados convirtiéndolos al instante en cinco montones de cenizas que recogí inmediatamente antes de retirarme del lugar. Suspiré aliviado. Los magos hemos de ser discretos y no andar dejando rastro de nuestras obras que den de qué hablar a otros, como el jardinero, que desconocen los verdaderos alcances de la magia ritual.
Desde ese día, aunque habla menos, a Genaro de Jesús se le percibe más aliviado.




