Otra vez una joven estudiante, otra vez una promesa rota por la violencia feminicida. Aylin Rodríguez, de apenas 20 años, estudiante de Psicología en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM), fue asesinada el pasado 4 de abril en Jiutepec. La narrativa oficial, cuidadosamente redactada en boletines judiciales, habla de una “vinculación a proceso” para Uriel “N”, presunto agresor y pareja sentimental de la víctima. También se menciona la medida de prisión preventiva y el compromiso de la Fiscalía General del Estado (FGE) para esclarecer los hechos. Pero lo que subyace, más allá de los tecnicismos judiciales, es una estructura que sigue fallando sistemáticamente a las mujeres.
El cuerpo de Aylin fue hallado con signos de violencia. No fue un accidente, no fue un malentendido: fue un crimen brutal. En lugar de detenerse en este punto con una reflexión pública profunda sobre el entorno que permite que estos feminicidios sigan ocurriendo, las autoridades se refugian en promesas repetidas. El titular de la FGE, Edgar Maldonado Ceballos, dijo —como tantas veces antes— que se comprometía con la familia, con la UAEM, con la sociedad. Pero esas palabras ya no bastan.
Uriel “N” fue detenido el mismo día, luego de ser retenido por vecinos. ¿Eso significa que el sistema respondió rápido? O, más bien, ¿que fueron las personas, hartas del terror cotidiano, quienes decidieron actuar? La orden de aprehensión fue obtenida con base en pruebas reunidas por diversas unidades de la FGE, y la vinculación a proceso fue concedida en audiencia inicial. Hasta ahí, todo parece en orden. Pero este guion ya lo conocemos. La pregunta no es solo si habrá justicia para Aylin, sino por qué seguimos dependiendo de la movilización social para presionar por ella.
La comunidad universitaria, profundamente afectada, salió a las calles apenas horas después del hallazgo. No es para menos: se ha vuelto costumbre que las aulas se silencien para dar paso al luto. El compromiso de las instituciones educativas con la seguridad de su estudiantado se enfrenta, una y otra vez, con un entorno social en donde ser mujer joven sigue siendo una condición de riesgo.
Las fiscalías pueden recitar el Protocolo de Actuación del Delito de Feminicidio con Perspectiva de Género y Enfoque Interseccional todas las veces que quieran. Pero lo cierto es que cada nuevo feminicidio evidencia la desconexión entre esos protocolos y su aplicación real. Aylin no es solo un expediente más; es una vida truncada en medio de un sistema que ofrece medidas cautelares después del crimen, pero no garantías de prevención antes de él.
La exigencia ya no es sólo justicia para Aylin. Es también verdad, memoria, reparación y, sobre todo, garantías de no repetición. Es inaceptable que las respuestas institucionales sigan tan por debajo de la gravedad de los hechos. El feminicidio de Aylin debe dejar de ser un número más en las estadísticas para convertirse en un parteaguas que obligue a repensar todo: desde la prevención hasta la atención integral a víctimas.
Porque la indignación social ya no cabe en las calles. Y tampoco en los comunicados tibios que llegan siempre después del horror.




