Ciudadanía anestesiada: la crisis de participación en lo público
Vivimos tiempos complejos para la vida pública en México. En Aguascalientes, como en buena parte del país, se respira una mezcla de desconfianza, hartazgo y desinterés hacia todo lo que huela a política o gobierno. Lo preocupante no es únicamente el desencanto, sino la forma en que este ha ido mutando hacia una especie de apatía estructural. La ciudadanía parece anestesiada. Observa, pero no actúa. Reclama, pero no exige. Se queja, pero no se organiza.
Esto tiene consecuencias graves para cualquier sistema democrático. Una ciudadanía pasiva deja de vigilar al poder y cede espacios que, por derecho, le corresponden. Cuando se abandona la participación, otros frecuentemente con intereses particulares ocupan esos espacios. Y lo hacen sin escrutinio, sin contrapesos, sin legitimidad real.
La participación ciudadana está reconocida como un derecho fundamental y como un principio rector de la democracia representativa. El artículo 35 constitucional establece que los ciudadanos tienen el derecho a votar, a ser votados y a participar en los asuntos públicos, incluidos los mecanismos como el referéndum, la consulta popular o la iniciativa ciudadana; no obstante, estos derechos, aunque consagrados en la Constitución, son en la práctica herramientas subutilizadas. En Aguascalientes, por ejemplo, menos del 5% de la población ha participado activamente en procesos de consulta pública o presupuestos participativos en la última década, según datos del INEGI (Encuesta Nacional de Cultura Cívica, ENCUCI 2020).
En materia electoral, la situación tampoco es alentadora. En las elecciones locales de 2021, el índice de participación fue del 43.5%, es decir, más de la mitad del padrón decidió no votar. Si se compara con los estándares internacionales, estamos muy por debajo del promedio de países democráticos consolidados, donde la participación supera regularmente el 60 o 70%.
Esto no es un problema técnico. Es un síntoma de una democracia debilitada en su base social. La participación ciudadana no es un acto esporádico que ocurre cada tres o seis años. Es un ejercicio constante de corresponsabilidad: opinar, incidir, construir propuestas, vigilar, exigir cuentas. Una sociedad que deja de participar se desconecta de sí misma.
Desde una perspectiva jurídica, la Ley General de Participación Ciudadana y las leyes estatales en la materia establecen mecanismos formales para el involucramiento de la sociedad civil en la toma de decisiones públicas; sin embargo, el diseño normativo contrasta con la realidad práctica. Falta voluntad política, falta información accesible, faltan canales eficientes. Muchas veces, incluso los propios gobiernos promueven estos ejercicios como una formalidad, sin garantizar su efectividad o su vinculación real con las políticas públicas.
A este panorama se suma un fenómeno más reciente: la ilusión de participación digital. Las redes sociales han abierto nuevas formas de expresión, sí, pero también han contribuido a diluir el compromiso cívico. Reaccionar, compartir o publicar una queja se ha convertido en un sustituto de la acción colectiva. El activismo digital, sin puente con lo tangible, termina por reforzar la sensación de impotencia: mucho ruido, poca transformación.
El problema de fondo, entonces, no es la falta de medios, sino la ruptura de la confianza: ¿para qué participar si nada cambia? ¿para qué votar si todos son iguales? ¿para qué opinar si nadie escucha? Estas preguntas no son infundadas, pero sí peligrosas si se convierten en regla. Porque cuando el ciudadano se retira del espacio público, el poder deja de ser negociado y se vuelve discrecional.
En Aguascalientes existen ejemplos alentadores de participación, pero son fragmentarios: colectivos de jóvenes que impulsan temas ambientales; organizaciones vecinales que gestionan seguridad o infraestructura; observatorios ciudadanos que dan seguimiento a políticas públicas, pero estos esfuerzos suelen ser aislados, frágiles, expuestos a la indiferencia o al desdén institucional. Lo que falta es una estructura que los articule, los respalde y los potencie.
También hace falta una apuesta seria por la educación cívica. La reforma educativa de 2019 reconoció la importancia de una formación integral en valores democráticos; sin embargo, los programas siguen siendo insuficientes. La participación no se enseña leyendo artículos de la Constitución; se aprende participando, desde la infancia, en la escuela, en el barrio, en la comunidad.
El artículo 3º constitucional señala que la educación debe contribuir al desarrollo de una conciencia crítica y a la participación activa en la transformación de la sociedad. No se trata únicamente de transmitir conocimiento técnico, sino de formar ciudadanas y ciudadanos capaces de ejercer sus derechos y asumir sus responsabilidades.
La participación ciudadana es una forma de control del poder, una garantía de transparencia, un ejercicio cotidiano de soberanía. Y en una época marcada por la polarización, el descrédito institucional y la desinformación, es más necesaria que nunca.
Porque una ciudadanía anestesiada abre la puerta al populismo, a las soluciones fáciles, a los liderazgos autoritarios. Sin vigilancia social, sin debate público, sin comunidad activa, la democracia se vuelve vulnerable.
Aguascalientes tiene una sociedad con enorme potencial: jóvenes creativos, comunidades solidarias, profesionistas capaces, mujeres organizadas. El desafío es conectar esos talentos, reactivar el músculo cívico y reconstruir el vínculo entre la ciudadanía y las instituciones.
Es momento de dejar atrás la resignación. De pasar del reclamo a la propuesta. De la queja al compromiso. Porque si no participamos, otros decidirán por nosotros. Y porque si no fortalecemos lo público, lo privado terminará por imponerse. Lo común es lo que da sentido a la democracia. Recuperarlo es tarea de todas y todos.




