Cuentos de la colonia surrealista
En la frontera de Bolivia y Brasil
Desde muy temprana edad quedé fascinado por el globo terráqueo que papá tenía en su biblioteca y, también desde muy temprana edad, papá me encargó una y otra vez ser cuidadoso con dicho globo, puesto que cualquier golpe, por inocente que fuera, podría abollarlo y entonces no se ajustaría a la realidad, además de arruinar el minucioso trabajo artesanal que sus fabricantes habían realizado.
No mentía. Siendo de esos trabajos realizados durante la segunda mitad del siglo pasado, los colores, los relieves y el acabado de la esfera denotaban una maestría en el trabajo artesanal que llenaba de un hiper realismo, incluso en las proporciones de los países y los continentes, al globo terráqueo. Además de ello, los paralelos, los meridianos y los dibujos hechos a mano de barcos y monstruos marinos, repartidos por los siete mares -dentro de los cuáles se dibujaba una preciosa (y precisa) rosa de los vientos- hacían que la recomendación de mi padre saliera sobrando, puesto que la fascinación que me embargaba cuando contemplaba aquella obra de arte me llevaba a cuidarme muy bien de no dañarla en lo absoluto, incluso cuando ésta se mudo a mi casa y repliqué la recomendación de mi padre a mi hija.
Fue por ello que me dolió tanto cuando, en un descuido y un mal cálculo de las proporciones y fuerzas abrí la puerta de par en par, olvidándome por completo que el globo terráqueo se encontraba en una mesa ratona en el vestíbulo de la entrada de la casa, y un golpe seco con el picaporte de la puerta me trajo de lleno -junto con una angustia creciente en mi pecho- el recuerdo y la certeza de que el globo estaba allí y de que abrir la puerta de esa forma y con esa fuerza lo impactaría, sí o sí, abollándolo irremediablemente.
El daño no fue tan grande como había temido: menos de cinco milímetros entre la frontera de Bolivia y Brasil, apenas un par de centímetros al norte de la representación cartográfica de El Roboré, Bolivia. Aun así, el daño, como de un pellizco, era real y era irreversible y, al momento, me embargaron el enojo, la tristeza y, cómo no, la culpa. Esa sensación de haberle fallado a mi padre en una recomendación que durante años me fue repetida hasta el cansancio y que yo había replicado de igual manera.
Sin embargo, antes de que la culpa y la angustia llenaran por completo mi pecho, otra sentencia repetida por mi padre apareció como eco salvador en el fondo de mi cabeza y se expandió de lleno al resto de mi ser como si de una epifanía se tratara: Los accidentes pasan. Y está bien. Si se pueden corregir, se corrigen y, tanto si pueden arreglarse o no, se asumen las consecuencias, se aprende de ellos y se es más cuidadoso la siguiente vez. La vida sigue. La vida no se detiene por ello y la búsqueda de la felicidad tampoco.
Asumida la enseñanza, moví el globo terráqueo de lugar y me fui a dormir recordando los consejos de mi padre y meditando sobre ellos.
Al día siguiente, la noticia internacional inundaba todos los informativos impresos, televisivos y digitales del mundo: Un enorme socavón de aproximadamente doscientos kilómetros de diámetro había aparecido de un momento a otro, tragándose kilómetros de la Amazonia bolivariana, a unos 240 kilómetros al norte de El Roboré, Bolivia, al sur de Mato Grosso, Brasil, sin que ningún geólogo o sismólogo pudieran explicar qué había pasado.
Al momento, tras tragar saliva, guardé el globo terráqueo en el fondo del armario y desde entonces he mantenido la boca bien cerrada. Pese a las recomendaciones de mi padre, al día de hoy aún no sé cómo hacerme responsable de las consecuencias de ese pequeño accidente.




