Miles de maestros en el Zócalo levantan la voz por todos, dicen, pero no queda claro cuántos los eligieron, ni cómo se definieron sus demandas. La CNTE asegura que ha explicado a los padres de familia sus motivos, que han establecido mecanismos para no dejar del todo desatendidos a sus alumnos, que están al pendiente de su situación. Pero no hay evidencia clara de esos “mecanismos”, más allá de una narrativa repetida en conferencias de prensa y volantes fotocopiados.
Lo que sí está claro es que la protesta se ha convertido en fin, no en medio. Que la visibilidad sustituye al diálogo, y que el poder de presión se ha vuelto más importante que el poder de convicción. La CNTE ha logrado colocar su agenda por encima de cualquier otra discusión educativa, pero no necesariamente por la fuerza de sus argumentos, sino por el poder de su disrupción.
En medio, quedan los estudiantes: los de Iztapalapa, los de Oaxaca, los de Chiapas; los que aprenden a leer con los recursos que pueden, los que se preguntan por qué su maestro no llegó esta semana, los que ya no escuchan hablar de derechos, sino de plantones. Porque la dignidad de la que habla Pedro Hernández se defiende también enseñando, no sólo bloqueando.
El problema no es sólo de la CNTE. El Estado ha permitido -cuando no fomentado- que la relación con los sindicatos magisteriales se maneje más como una negociación política que como un compromiso con el derecho a la educación. Las mesas de diálogo no son para discutir planes de estudio o condiciones pedagógicas, sino bonos, plazas, canonjías.
Se normaliza la idea de que hay grupos que pueden estar por encima de la ley, siempre que su capacidad de presión sea suficiente. Y en ese marco, la representatividad deja de ser un mandato otorgado por la base para convertirse en un pretexto para la impunidad.
¿Quién representa hoy a los niños que se quedan sin clases? ¿Quién habla por los padres que no pueden faltar al trabajo pero tampoco pueden dejar a sus hijos solos? ¿Quién defiende la educación como derecho, no como moneda de cambio?
Mientras no respondamos a eso, seguiremos atrapados entre dos fuegos: el autoritarismo que ve a los maestros como enemigos y la simulación que convierte la lucha magisterial en una coartada para el caos.
Y sí, todo esto ocurre bajo presión, pero no sólo la que ejerce la Coordinadora. También la presión de un Estado que cede por cálculo político, de una sociedad que se resigna a ver la educación como un campo de batalla y no como un espacio de construcción colectiva.
El verdadero problema no está en el plantón, ni en las lonas, ni en los gritos. El verdadero problema es que en México hablar de educación se volvió periférico. Se discuten protestas, pero no contenidos; se negocian prestaciones, pero no se transforman contextos; se busca evitar la represión, pero no se garantiza el derecho a aprender.
La narrativa de un gobierno que no reprime se ha vuelto un trofeo político que presume tolerancia, pero que muchas veces esconde responsabilidad. Se tolera la toma del Zócalo, sí, pero no porque haya una voluntad real de resolver lo que ocurre en las aulas, sino porque se evita el costo político de enfrentar a una organización con capacidad de bloqueo. Así se alimenta una doble ficción: que la protesta es invencible, y que el gobierno es paciente. Mientras tanto, la educación se estanca.
Mientras todo el aparato se moviliza para proteger la imagen de un gobierno que “no reprime”, nadie parece dispuesto a defender a la niña que dejó de ir a clases esta semana, al adolescente que no aprendió a escribir bien porque su maestro pasó más tiempo en asamblea que en aula, a las generaciones que han sido condenadas a una pedagogía de la resistencia sin contenido.
Necesitamos volver a hablar de educación como un bien público, no como rehén político ni como plataforma de poder. Y eso implica, al menos, tres cosas urgentes:
- Auditoría pedagógica y social a las condiciones de enseñanza en los estados con mayor movilización gremial. No basta con medir cuántas plazas se otorgan o cuántos días se ha faltado a clase: hay que saber qué se está enseñando, cómo y con qué resultados.
- Un sistema de diálogo educativo independiente, público y con representación plural. Las mesas entre gobierno y sindicatos no pueden seguir ocurriendo en privado, ni definirse sólo en términos administrativos o laborales. La sociedad civil, las universidades, los padres y madres deben estar ahí, con voz y con vigilancia.
- Restituir el derecho a la educación como el eje de toda política pública educativa. Eso significa que el Estado debe garantizar no sólo la infraestructura o el salario, sino la calidad, la permanencia, y la pertinencia de lo que se enseña. Y debe hacerlo con una política que supere la lógica del clientelismo o del chantaje.
La clase es ahora en la calle y se llama dignidad, respondió Pedro Hernández, secretario de la sección 9 de la CNTE, director de una escuela primaria en Iztapalapa y vocero de una parte del magisterio que tiene secuestrada a la Ciudad de México, cuando se le cuestionó acerca del estado de la educación de sus alumnos. La calle no puede ser el aula permanente. La consigna no puede sustituir al conocimiento. El silencio del gobierno no es prudencia, es omisión. Y el ruido de la protesta sin propuestas, es también una forma de ruido que impide pensar.
Coda. Mientras no seamos capaces de ver esto con claridad, seguiremos atrapados en un conflicto donde todos dicen defender a la educación, pero nadie se detiene a pensar en ella.
@aldan




