Cuentos de la colonia surrealista
Es cuestión de principios
Rubén tiene 42 años de edad y una chamarra, que pareciera no se ha quitado en meses, que le da un aspecto desprolijo que te hace pensarlo bien dos veces antes de acercarte a él.
Despeinado y sucio, con una barba de semanas sin arreglar ni recortar, es adicto al cigarro, aunque no lo reconoce, y difícilmente rechaza una copita de tequila si se la llegan a invitar.
Come mal, pero come. Todos los días, sin falta alguna, pasa puntual a las once de la mañana a la tienda de la colonia para comprarse una de las llamadas tortas de albañil y una coca de vidrio, y consume ambas, sentado en la banqueta, en la esquina que forman la calle J con la calle 4ª, lugar donde pasa la mayor parte del día.
Pese a su aspecto, Rubén es una persona honrada y trabajadora, además de tener siempre algún tema de conversación que concluye siempre con una buena carcajada. Es de esas personas que rápidamente encuentran algo bueno en los demás y se valen de eso para generar una amena charla que puede extenderse por horas.
Rubén es, sin duda alguna, un tipo que sabe valorar las cosas sencillas y disfrutar de la vida.
Lo conocí saliendo del trabajo. Caminaba a lo largo de la calle J y me lo encontré ahí, sentado en la esquina mencionada, terminando su torta y bebiendo tranquilamente de su refresco. Al verlo, de acuerdo a la descripción antes presentada, mi impulso fue el de cambiarme de acera, pero me obligué a mí mismo a no dejarme guiar por los prejuicios y no sólo no cambié de acera sino que lo saludé de la manera más amable que pude.
Bastó eso para que, desplegando una amplia sonrisa poblaba de dientes marrones y amarillos, me estrechara la mano y comenzara a platicar conmigo de una manera tan cordial y familiar que cualquiera hubiera creído que éramos viejos conocidos.
Al poco, me pidió lumbre para sus cigarros y, al verme imposibilitado de ayudarle puesto que no fumo, le invité una copa en el bar de la calle 7ª, a donde ni tardos ni perezosos nos encaminamos para poder continuar con nuestra plática.
Me habló acerca de su vida, de su casa, de su equipo de fútbol favorito (Santos) y de su trabajo, que no es otro más que el de sentarse todos los días en alguna de las esquinas de las calles 2ª a 6ª, a lo largo de la calle J y corroborar, por un lado, que no se estacione en esas calles nadie ajeno a los locatarios de los comercios ahí establecidos y, por otro lado, cuidar los automóviles que estén estacionados. Por ello, los locatarios de la calle J le pagan un modesto sueldo que le permite sobrevivir semanalmente.
– Una labor aparentemente sencilla, pero ardua – me dice Rubén, orgulloso de su trabajo, – hay que lidiar con todo tipo de gente. Y no todos son tan atentos como usted…
Por lo que pude entender, Rubén lleva dos semanas tratando de identificar al dueño de un automóvil que había chocado a la camioneta de Doña Gertrudis, la modista del local 14, justo frente a la esquina donde me encontré con él.
Han sido ya dos semanas de mucho trabajo e investigación que el día de hoy llegan finalmente a término. Alguien ha estacionado un coche no autorizado justo frente al local 14 y, no sólo eso; en la parte derecha de la fascia trasera, el automóvil en cuestión tiene un tallón negro, que coincide con el negro de la camioneta que maneja Doña Gertrudis y que recibió justamente, un choque en la fascia delantera.
– No hay pierde – me comenta. – Ha sido ese cabrón hijo de puta y lo único que hay que hacer es esperar parcialmente a que regreses a su coche para que le caiga el chahuistle. Es cuestión de principios.
Una vez dicho esto me comenta que no puede ausentarse por más tiempo de su lugar de trabajo y apura su último trago. Yo hago lo mismo y, tras pagar la cuenta, le acompaño de vuelta a la esquina de la calle J con la calle 4ª y, una vez instalado en su trinchera, me despido de él, no sin antes prometerle que volveremos a compartir alguna copa.
Lo digo de corazón. Es de esas personas que rápidamente se vuelven entrañables y que realmente deseas volver a ver. Es curioso cómo nos privamos de conocer a tan maravillosas personas solamente porque nos dejamos llevar por los prejuicios.
Reflexionando acerca de estas cuestiones me dirijo a la parada de autobús donde espero pacientemente aquél que me llevará de regreso a mi casa.
Por lo general no suelo viajar en autobús porque tarda mucho en pasar por la parada y tarda otro tanto en llegar a la terminal cercana a mi casa. Sin embargo, el día de hoy me viene bien ese tiempo, ya que tengo que pensar seriamente si he de abandonar definitivamente mi auto, que he dejado en la calle J, o ir a recogerlo a las dos de la mañana con la esperanza de que el buenazo de Rubén no esté a esas horas haciendo guardia. No podría enfrentarlo y defraudar de esa manera su confianza.
Es cuestión de principios.




