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jueves, diciembre 4, 2025

La ciudad y del parto de los hidrochilangos | Del periplo inegiano: por: Jaime Lara Arzate

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Del periplo inegiano: la ciudad y del parto de los hidrochilangos

Segunda parte de dos

Así, la ciudad de entonces era pequeña y nuestro lugar de residencia se alzaba en un espacio rural en la periferia, contiguo al segundo anillo de circunvalación, que modificó aquel espacio natural y rústico, que ofrecía agua caliente a raudales y le daba una toponimia de rancia tradición, a través de su nombre que se remontaba a la fundación de la ciudad que lleva ese recurso ecosistémico en su nomenclatura: el fraccionamiento habitacional Ojocaliente.

De tal manera en ese lugar, para la continuidad y discontinuidad de nuestra cultura chilanga, nos arraigamos en un contexto temporal, espacial, histórico y social, nuevo, que a la postre resultó en una fusión que permitió una simbiosis, en cuyo cruce de rutas de dos o más culturas con usos y costumbres un tanto disímiles, devino en mestizaje que abría las puertas no solo a los defeños de entonces, sino a una variada procedencia de personas oriundas de otras entidades federativas del país.

Nuestro entorno habitacional había arrancado a la naturaleza un trozo de territorio para transformarlo en área urbana. Más allá del concreto de sus calles, era factible vivir las características ambientales semidesérticas del lugar rodeados de matorrales, nopales, mezquites y huizaches, preponderantemente, al tiempo que en sus proximidades era posible avizorar fauna, tal como aves, liebres, correcaminos, víboras y otras especies de vida silvestre, que fueron expulsadas más allá de su espacio de distribución natural.

De esta manera, es que reconectamos invasivamente con la naturaleza, con sus ciclos estacionales y su biodiversidad. Estábamos en medio del paisaje agreste que extendía su dimensión semidesértica e histórica de Aridoamérica sobre nosotros, ante nuestra experiencia de vida urbana que empezaba a intercambiar por un aire prístino, los gases dañinos de efecto invernadero a la salud de los migrantes expulsados de una de las urbes más contaminadas del mundo.

Habría que decir también que las tonalidades de grises del concreto de las edificaciones de nuestra ciudad de origen, daban paso a otros colores otorgados por la naturaleza y por los efectos que la luz producía de manera asombrosa en la cantera de las fachadas del Aguascalientes histórico, en los campos y en su culmen vesperal de los atardeceres saturninos de enorme valor estético y cultural, de una belleza sobrecogedora y espiritual que tácitamente compartía la mayoría de la población hidrocálida, símbolos de identidad distintiva que daba una cautelosa bienvenida a la ciudad a esos migrantes desconocidos.   

Las tardes eran largas y tan dilatadas, que el familiar y cálido nivel de vida en la ciudad se expresaba con el cierre de los comercios y de establecimientos de diversa índole para que propietarios y trabajadores pudiesen darse la licencia de ir a comer a sus casas para reanudar actividades después de esa sagrada dispensa que nosotros no terminábamos de comprender, por noción del reloj que aún regía nuestras vidas aceleradas. 

La mancha urbana de la ciudad de entonces estaba contenida como se ha dicho, en la zona que delimitaba el segundo anillo de circunvalación o avenida Aguascalientes, esa era la frontera. Había a finales de la década de 1980 en todo el estado, mucho menos de 100 mil vehículos automotores en circulación, ahora el parque es de aproximadamente 700 mil.

Mientras tanto, sin la presencia de otro vehículo algunos desarraigados colaboradores del INEGI, nos desplazábamos al trabajo en automóvil por el segundo anillo, del Ojocaliente al edificio principal, aquel de aires arquitectónicos emparentados en su diseño con las culturas originarias, que se alza sobre la avenida Héroe de Nacozari, la única pirámide que hay por estos rumbos, construida con cemento Tolteca, más no perteneciente a esa cultura mesoamericana, como se dice jocosa y popularmente entre la población. 

El paisaje era enteramente rural, no existía el fraccionamiento habitacional Morelos ni cualquier otro, ya fuera de lado derecho o izquierdo de dicha vialidad en su parte oriente, era un escenario que recorríamos a diario en tan solo unos cuantos minutos, que recordaban a las películas del Santo El Enmascarado de Plata, leyenda del cine mexicano, que manejaba un raudo y diminuto Alpine Sunbeam por el anillo periférico de la CDMX, visiblemente vacío, sin tráfico, desde el que era posible apreciar las vistas panorámicas del mundo natural del Valle de México. 

En esas escenas filmadas a finales de los sesenta que pasan también vista por los setenta, se constata que el tráfico no era problema en aquellos años en esa megalópolis, ni tampoco hace treinta y tantos para Aguascalientes, que también desde el segundo anillo y pocos años después, desde el tercero, era posible tener amplias panorámicas del Valle de Aguascalientes, impedidas ahora por la expansión de la mancha urbana producto de la especulación inmobiliaria, la reconversión del campo por la actividad industrial y el olvido a este para la producción agropecuaria, operándose una migración de gente empobrecida del campo a la ciudad en busca del mejoramiento del nivel de vida, y de más factores.

Todo lo anterior con el beneplácito de las autoridades en turno y la diatriba del desarrollo y crecimiento económico-social, que privilegia el mercado y la acumulación de capital presentes en sus directrices públicas, metidas bajo el ancho y mágico paraguas del desarrollo sostenible, del que obtienen la exoneración a su fallido administrar, siendo en realidad su agenda económica, administrativa, política y social, que con ciertos matices los distintos partidos políticos en el poder, expresan su versión neoliberal relevo tras relevo sexenal o trienal. 

De aquella ciudad que vivenciamos en los años ochenta en Aguascalientes, en el estilo del concepto actual de las ciudades lentas del orbe, para ejercer el derecho a ella, cuyo signo es la recuperación de la calidad de vida urbana, ha venido desapareciendo a favor del hipotético desarrollo económico, social y ambiental. Su grafía actual es el estilo de vida de la inmediatez, del hiperconsumo y el individualismo, entre otros, el vertiginoso circular de vehículos automotores particulares que la errónea política de movilidad se ha encargado de destruir y para ser más puntual, de los puentes y túneles, que no representan una planificación integral de la ciudad. No se pregunta o consulta a los ciudadanos a qué tipo de ciudad aspiran o quieren para vivir, aunque oficialmente se diga que fueron atendidas y escuchadas miles de personas en estos aspectos: aquí la realidad de la falta de la democracia participativa.  

Aquel goce del vivir cotidiano en el lugar en que nacieron nuestros hijos y ahora nuestros nietos ha quedado atrás. Un porcentaje importante de los habitantes del barrio han emigrado a otros puntos de la ciudad o han muerto, y otros tantos también se han ido ante la inseguridad, la delincuencia, la venta de drogas al menudeo y el fenómeno del abandono de viviendas ahora ocupadas por individuos o familias que ilegalmente se han apropiado de ellas.  

Igualmente, nuestro territorio en el que vinimos a vivir y soñar, fue tragado por la mancha urbana la cual se extendió vorazmente más allá del tercer anillo de circunvalación o Avenida Siglo XXI, que no existía, aumentando con ello la población del sector oriente de la ciudad en el que vivimos más de un tercio del total de personas que habitamos en la ciudad, la que en la actualidad es cercana a un millón de habitantes, cuya atención y acceso a los servicios sociales, culturales, recreativos y otros, aún es insuficiente, pudiéndose apreciar las asimetrías en contraste con otras zonas que les privilegia su influencia política, poder económico y social. 

De aquel bien patrimonial natural que poseíamos, ya no queda campo que circunde a nuestras casas, tampoco su flora ni su fauna, solo poca agua, que hoy en día no brota más de los ojos de agua, sino extraída de pozos perforados a gran profundidad que traen metales pesados dañinos para la salud.

Lo que sí queda es el barrio con nuestra historia fundacional de más de tres décadas y la voluntad de convivencia de quienes hemos participado en el presente en su construcción patrimonial tangible e intangible, de esta ciudad que ahora también es legítimamente nuestra, que por derecho ciudadano propio nos ha otorgado la carta de naturalización que precisa con orgullo un renovado sentido de identidad, de pertenencia y un arraigo que se afirma en la realidad de la vida cotidiana, que se resiste a la homogeneización y la globalización, que participa de la diversidad cultural y de la singularidad de la capital del estado de Aguascalientes.

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