Cuentos de la colonia surrealista
La enfermedad de abril
Como tenía mucho tiempo sin enfermarme y uno debe hacerlo de vez en cuando, aunque sea sólo para asegurarse que su sistema inmunológico sigue funcionando, ese día -17 de abril- lo hice y, tras escribirle a mis pacientes del día para cancelar mis citas debido a la terrible cefalea acompañada de una intensa fiebre, me dispuse a pasar el día en cama.
No es que haya enfermado de improviso, puesto que lo tenía agendado desde cinco semanas atrás, de la misma manera en que tengo agendadas mis vacaciones de septiembre. La diferencia radical estriba en que, como la mayoría de las personas no programan sus enfermedades, asumen que éstas siempre llegan por algún descuido -porque casi nunca lo achacan a la irresponsabilidad- y suponen que es imposible planearlas. Fue por eso que no le dije nada de ello a mis pacientes sino hasta la mañana de ese día, cuando habían pasado ya dos o tres horas desde la aparición de los primeros síntomas y me encontraba lo suficientemente mal como para que mis palabras no fuesen una mentira exculpatoria para no trabajar, sino una manifestación de la verdad contundente de mi enfermedad.
No me bañé, no me cambié y, salvo por algunas necesidades muy puntuales -baño, agua y comida- no me levanté de la cama, apagué el celular y dormí casi todo el día. Craso error. Como si de una mala broma del destino se tratara, al despertar me encontré con decenas de mensajes de texto -corría el año 2005 y las aplicaciones de mensajería aún no tenían el boom que tienen hoy en día- y el registro de algunos mensajes de voz donde se me echaba en cara -de manera figurada, puesto que no había un solo reclamo en ellos- el haberme enfermado y haber apagado el teléfono.
Algunos mensajes se trataban de nuevos pacientes potenciales que, tras haberlo meditado mucho y haber escuchado de mi trabajo, habían decidido dar el paso e iniciar su proceso terapéutico, ofreciéndome pagar por mi consulta hasta cinco veces más de la tarifa que yo tenía establecida, pero, eso sí, bajo la condición de que fueran atendidos ese mismo día o, si no -lo lamentaban mucho-, tendrían que optar por elegir a otro terapeuta. Todos eligieron a otro terapeuta debido a mi mutismo.
Lo peor, empero, no fue eso. Lo peor fue la llamada perdida del infomercial de medianoche. Ese concurso que a todas luces era una estafa y que prometía dar cientos de miles de pesos al que colocara las letras R R E O P en orden para así obtener un animal, y que se llenaba de mensajes a elevadísimos costos como boletos de participación al programa de concursos.
Resulta que al final no se trataba de un fraude y, al parecer, alguien había registrado mal alguno de los dígitos del celular, registrando mi número como participante. Fue por ello que durante la emisión de aquella noche, terminaron marcándome a mí no una, sino tres veces sin obtener respuesta, tras lo cual, y bajo la supervisión del interventor de Gobernación, optaron por intentar con otro número, esta vez del estado de Jalisco, que, por lo visto, no sólo sí contestó, sino que, además, pudo ordenas las palabras y decir la palabra PERRO, para así llevarse los cientos de miles de pesos que regalaban esa noche.
Yo de esto me enteré al día siguiente, cuando, ahora sí, inmerso en mis actividades cotidianas, propios y extraños me escribieron y llamaron por teléfono para preguntarme por qué no había respondido a las llamadas y había dejado pasar la oportunidad de llevarme tanto dinero de golpe.
Los medicamentos y mi sistema inmunológico funcionaron a la perfección y me recuperé en menos de veinticuatro horas. No puedo decir lo mismo de mi estado anímico. Ése tardó meses en recuperarse y, eso sí, desde entonces ya no planeo mis enfermedades ni apago el teléfono cuando se presentan. No vaya a ser que los hados vuelvan a hacerme una mala jugada y pierda, ya no cientos de miles, sino millones de pesos…




