Donald Trump aseguró que el acuerdo con China está “cerrado”, aunque sujeto a su firma y a la del presidente Xi Jinping. Pero en lugar de una victoria estratégica, Estados Unidos parece haber firmado una tregua comercial con letra chiquita y fecha de caducidad. Y no una cualquiera: seis meses. Ese es el tiempo que durarán las licencias de exportación de tierras raras que China otorgará a empresas estadounidenses. Seis meses para respirar. Seis meses antes de que Pekín vuelva a apretar la válvula del suministro.
Los detalles, revelados por The Wall Street Journal, muestran que el supuesto gran acuerdo bilateral no incluye un compromiso firme a largo plazo, sino un permiso temporal que Pekín podrá revisar a conveniencia. En otras palabras, China se reservó el derecho a renegociar (o presionar) cada semestre, mientras Trump proclamaba en Truth Social: “¡La relación es excelente!”. Más que una tregua, lo que Washington consiguió fue una extensión con condiciones: acceso limitado a tierras raras, a cambio de aliviar restricciones a estudiantes chinos y facilitar exportaciones de tecnología y gas.
Según CNBC, el secretario de Comercio estadounidense, Howard Lutnick, reiteró que los aranceles contra productos chinos se mantienen “tal como están”, lo que contradice el triunfalismo de Trump sobre el supuesto arancel del 55%. De hecho, el cálculo resulta de sumar un 30% impuesto recientemente con otro 25% heredado de su primer mandato, sin ningún incremento nuevo. Al otro lado, China mantiene sus propios aranceles en el 10%, igual que en el marco de la tregua pactada en Ginebra.
Más allá de la retórica optimista, lo que el acuerdo refleja es una asimetría pragmática. Como indica The New York Times, Washington flexibilizó restricciones a la venta de productos como etano, motores a reacción y piezas de aviación, mientras que Pekín se limitó a ofrecer licencias temporales. Es decir, Estados Unidos aflojó las cuerdas mientras China entregó un reloj con cuenta regresiva.
Durante las negociaciones en Londres, ambas partes retomaron lo pactado en mayo en Ginebra, donde se suspendieron aranceles mutuos por 90 días. El acuerdo actual reafirma esa pausa, pero deja sin resolver los mecanismos de supervisión, la duración de los compromisos y, sobre todo, el control estratégico de recursos críticos. China mantuvo intacta su capacidad de apalancamiento. Como indicó WSJ, el acceso estadounidense a tierras raras dependerá ahora de la “buena voluntad” de Pekín cada semestre.
Mientras Trump celebraba haber “restablecido el alto al fuego comercial”, empresas estadounidenses del sector tecnológico y automotriz deben enfrentar un escenario de incertidumbre estructural. No es solo que las tierras raras sean esenciales para la producción de baterías, chips y defensa: es que el grifo está del lado de Pekín. El acuerdo no garantiza estabilidad, sino que establece una pausa bajo vigilancia.
A esto se suma el trasfondo ético que ronda las cadenas de suministro chinas. Un informe de Global Rights Compliance denunció que al menos 77 proveedores en Xinjiang estarían vinculados a trabajo forzoso de uigures y otras minorías. Compañías como Coca-Cola, Nescafé o Sherwin-Williams podrían estar involucradas de forma indirecta. Aunque China lo niega, los señalamientos agregan presión sobre la legitimidad de un acuerdo que, más allá de lo comercial, está anclado en dinámicas geopolíticas de control y represión.
En resumen: Trump cedió controles a cambio de seis meses de suministro incierto, celebró como éxito lo que parece una concesión táctica y presentó como pacto sólido una tregua de papel. China, mientras tanto, mantuvo el control del recurso y se aseguró la posibilidad de revisar —y condicionar— cada nueva licencia. La única certeza es que en seis meses volverán a negociar. Y Pekín, otra vez, tendrá la sartén por el mango.




