Cuentos de la colonia surrealista
“Lo que dura el incienso”
Se dice que ocurrió así.
Que hubo un tiempo en que el Valle no fue próspero.
Que hubo un tiempo en que sus habitantes estaban continuamente de mal humor y que las riñas y las envidias eran el pan de cada día.
Que no había esperanza.
Dicen, también, que para esas fechas, a lo largo de la comarca y de las islas, apareció el Viejo Sabio; un viajero que iba de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, y que, al poco de hablar con sus habitantes, lograba devolverles la esperanza y la armonía que sus corazones tanto necesitaban. Dicen que su voz era tan dulce que lograba amansar a la más feroz de las bestias y que su mirada era tan amorosa que no había quien osara levantar un arma en su contra.
Así pues, cuando se supo que el Viejo Sabio encaminaba por fin sus pasos hacia el Valle, la expectativa se trasmitió a todos sus habitantes y le esperaron, algunos con curiosidad, otros con escepticismo y unos más, los menos, con júbilo. Finalmente, alguien podría traer esperanza y prosperidad al Valle y a sus habitantes. Al menos, eso es lo que se decía de él.
Al principio, fueron sólo rumores los que precedieron su llegada, pero al cabo de unas semanas, los rumores se convirtieron en certeza y, por tanto, no es de extrañar que cuando finalmente llegó a las puertas del pueblo, fuese recibido por todos los habitantes del mismo en medio de una euforia que pudiera parecer festiva. Con adornos a lo largo y ancho del pueblo siguieron sus pasos hasta el centro de la plaza donde le esperaba una diplomática comitiva.
Sin embargo, sin mediar palabra alguna desde su llegada, se siguió de largo dejando atrás la plaza, la diplomática comitiva, y al pueblo entero. En silencio lo atravesó y subió la colina poniente. Los habitantes del pueblo, como si de una cofradía se tratara, le siguió hasta una pequeña cueva que en la colina había.
Una vez instalado allí, sacó de una de sus mangas una pequeña vara de incienso que prendió ante la estupefacta mirada de aquellos que consiguieron entrar a la cueva y acomodarse en el interior de la misma. Al momento un sutil aroma a cedro, apenas perceptible, se elevó en el centro de la cueva y fue acariciando el olfato de todos los presentes.
– Seguro que ahora sí hablará – pensaron, y se sentaron esperando sus sabias palabras que traerían el cambio al Valle y a sus habitantes.
Pero el Viejo Sabio no dijo nada. No emitió sonido alguno. Ni siquiera dirigió la mirada a ninguno de los presentes. Solamente se sentó frente a la vara de incienso, contemplando las volutas de humo que se desprendían, y esperó a que la vara se consumiera.
Al consumirse el incienso; con la misma solemnidad y silencio con que había entrado, dirigió sus pasos al exterior de la cueva. Sin decir palabra alguna bajó la colina, se adentró al pueblo y atravesando sus calles y su plaza principal, lo cruzó de poniente a oriente. Y se marchó por donde había llegado.
Jamás nadie volvió a verlo por el Valle. Había otras regiones que recorrer.
De más está decir que, al momento, todos los habitantes, especialmente la diplomática comitiva, se sintieron engañados, estafados, timados, y comenzaron a despotricar insultos hacia aquel charlatán que había jugado con sus emociones de una manera tan cínica. Hacerles creer que era un sabio, tenerlos esperando, haber preparado un banquete en su honor para que solamente prendiera una varita y se fuese sin saludar y sin despedirse de nadie… Indignación, molestia, frustración y, aunque nadie se atreviera a decirlo, desesperanza. La palabra en la que se sumió el pueblo era ésa: Desesperanza.
No fue sino hasta dos o tres semanas después que los habitantes, empezando por los niños más pequeños, comenzaron a hacerlo consciente. El ambiente se sentía diferente. Había menos gritos en la calle y las peleas eran cada vez menores. Y un sutil aroma de cedro flotaba por todo el Valle, intensificándose a medida que uno se acercara a la pequeña cueva de la colina poniente. Curioso, un incienso había bastado, y su aroma seguía inundando el Valle. Al poco tiempo, éste se volvió el lugar más próspero de la comarca y de las islas, y todo aquel viajero que llegara al pueblo, era recibido, desde antes de llegar a sus puertas, por un sutil aroma a cedro que hacía sonreír y descansar al espíritu, cansado por el viaje.
Esto no es ningún invento. Por todos es conocido que el Valle y el pueblo que se yergue en él emanan un aroma a cedro sin que haya en él o en sus alrededores ni uno sólo de estos árboles.
Dicen que de eso hace ya más de cien años y que el Viejo Sabio no volvió a pararse por esos parajes.
Dicen que de ahí viene la frase “lo que dura el incienso” para referirse a tiempos muy largos; pues eso, lo que dura el incienso, es el tiempo que tiene de próspero el Valle mismo.
Dicen que, en la comarca y en las islas, es una frase muy utilizada por los enamorados.




