Cuentos de la colonia surrealista
Alfredo’s
Durante mucho tiempo fue considerado el mejor estilista de la ciudad. Desde su apertura a las once de la mañana, hasta las seis de la tarde, hora en que cerraba, el salón de belleza “Alfredo’s”, atendido por el mismísimo Alfredo, se mantenía atiborrado de clientes que querían que éste les arreglara el cabello y, para conseguirlo, poco importaba que se tuviera que solicitar una cita con por lo menos tres meses de antelación.
Era tanta la afluencia de gente que no pocos le sugirieron a Alfredo en más de una ocasión que contratara a algún ayudante, pero él siempre se mantuvo inflexible puesto que, por un lado, nadie podría igualar la maestría y genialidad de sus cortes y, por otro lado, eso lo alejaría del trato directo con sus clientes.
Y es que ése era, tal vez, el sello característico de Alfredo. No importaba quién entrara por la puerta de su salón de belleza; vendedores ambulantes, señoras del club de yoga, altos funcionarios, albañiles, recepcionistas, artistas nacionales e internacionales, cronistas deportivos y hasta alguno que otro obispo eran atendidos por Alfredo sin distinción alguna y Alfredo hablaba con todos ellos por igual. Todos, a decir de él, valían lo mismo y con todos era en extremo amable. A todos recibía con gusto y con todos se empeñaba para hacer un excelente trabajo. Por tanto, no es de extrañar que no quisiera contratar a ningún ayudante y que todos los clientes quedaran no sólo satisfechos por los increíbles cortes y arreglos que hacía, sino también maravillados por la cordialidad y paciencia no fingidas con las que Alfredo les atendía, de tal manera que, nada más terminar, agendaban su siguiente cita para tres meses después.
Así transcurría la cotidianeidad en el salón de belleza hasta el día en que, para sorpresa de todos, llegó Claudio.
Con su amplia sonrisa, su mirada profunda y su larga y sedosa melena castaña, bastó sólo un primer encuentro con él para que la totalidad de la clientela quedara cautivada.
Claudio era un perro. Fue adoptado, de acuerdo a la explicación de Alfredo, una fría y lluviosa noche en que llegó a recostarse ante la puerta del salón de belleza, oloroso y mojado, y en cuanto lo vio ya no hubo marcha atrás.
Fue cuestión de días para que la clientela se habituara a él y, debido a la admiración y cariño que les generaba Claudio, lo tomaran como una tercera razón para acudir a Alfredo’s a cortarse el cabello, puesto que cada vez que iban lo encontraban con un peinado diferente, obra de la mente brillante y las habilísimas manos del mismísimo Alfredo.
Hasta que llegó al salón de belleza un veterinario que, lejos de impresionarse por la belleza de Claudio y de su peinado, se le quedó mirando fijamente, examinando cada parte de su cuerpo, hasta que finalmente sentenció, con la voz del que sabe y no deja lugar a dudas, que aquel perro era un fraude, puesto que las características del pelaje no coincidían en nada con la fisonomía del perro que le presentaban ni con la de cualquier otro perro. El pelaje de Claudio era un artificio.
Al poco se descubrió que, en lugar de recoger los cabellos caídos durante los cortes y tirarlos a la basura, Alfredo escogía los más sedosos y brillantes y los fijaba al pelaje de Claudio que, a decir del veterinario, era en principios casi liso, para luego peinarlo y darle diferentes formas que los clientes admiraban y elogiaban.
Fue un escándalo total y al cabo de unos pocos días la noticia se esparció y la gente, pese a tratarse del mejor estilista de la ciudad, dejó de asistir al salón o canceló sus citas de manera definitiva.
Y es que pareciera que ése es el sello característico de la sociedad, que juzga mucho y no entiende de excentricidades.




