El pasado miércoles, varios de mis alumnos de primero en la Universidad Cuauhtémoc llegaron tarde a clases, la razón: les tocó presenciar el asesinato a sangre fría y con armas de fuego de una persona con un negocio a escasos metros de la entrada de la institución. Su reacción fue entre sorpresa y admiración, pero no de tragedia. Supongo que lo impactante los dejó un tanto sin saber qué decir o hacer, o tal vez es que las muertes violentas en nuestro país se han vuelto tan comunes, que se banaliza a la muerte. Todos los días escucho Ciro por la mañana, y arranca con el número de asesinados del día anterior, un promedio de entre cincuenta a sesenta personas, de auténtico terror.
Vivimos un tiempo en el que las muertes violentas con armas de fuego en muchas zonas de México -y también en Aguascalientes- ya no se experimentan únicamente como tragedias particulares sino como elementos estadísticos. Esa transformación simbólica, esa capacidad de convertir la muerte en algo “común”, en una cifra más, es lo que podemos denominar la banalización de la muerte. Es un fenómeno que encierra múltiples riesgos sociales: la insensibilización colectiva, la pérdida de empatía, el deterioro del tejido social y un clima de permisividad implícita frente a la violencia.
En 2024, Aguascalientes registró cifras históricas de homicidios -algunas fuentes estiman hasta 151 defunciones por agresión- lo que marca el mayor nivel desde que hay registros sistemáticos. El Heraldo de Aguascalientes reporta que ese año se alcanzaron 110 homicidios dolosos, con un aumento significativo frente a periodos anteriores, y que una proporción considerable de esos crímenes fue cometida con armas de fuego. Depende del medio de comunicación, pero aproximadamente en 2023, la entidad registró 51 asesinatos con arma de fuego; en 2024 subieron a 73 casos; hasta 2025 ya se contabilizan 20 más.
Estos números permiten poner en perspectiva la gravedad del problema. Pero el enfoque estrictamente cuantitativo oculta otro fenómeno: la manera en que la sociedad interioriza esas muertes. Con el paso del tiempo, la repetición de noticias de homicidios, la cobertura sensacionalista -que muchos medios consumen como espectáculo- y la distancia entre las víctimas y la mayor parte de la población tienden a hacer que esas muertes “no nos toquen”, que se conviertan en rupturas morales menos personales y más abstractas.
La banalización de la muerte trae otras cuestiones: la falta de solidaridad, las personas sienten que “no es conmigo” y reducen la empatía. La muerte violenta -ahora frecuente- no moviliza tanto como antes. En segundo lugar, la impunidad (no se difunde claramente si los homicidas son detenidos o sancionados) deteriora la confianza institucional: si la muerte no tiene sanción ni reparación, las instituciones pierden legitimidad y la población se siente indefensa frente al poder letal. Por último hay una normalización: cuando muchas muertes compiten por atención mediática, algunas víctimas “quedan olvidadas” o se diluyen en el “ruido estadístico”.
El estado debe reforzar la lucha contra esta clase de homicidios, el poder que representa y que le conferimos, se ve a su vez menguado cuando en el colectivo popular se banaliza la muerte y se le ve como algo que cualquiera puede hacer impunemente, la salida a los problemas se ve fácil: asesinar al otro. Este es el día a día de nuestro estado, urge que se cambie esta situación.




