Gobernar en una época marcada por el escepticismo social es uno de los mayores desafíos del presente. Las instituciones públicas enfrentan una ciudadanía más informada, crítica y exigente que evalúa cada decisión con una mirada inmediata y rigurosa. En este entorno, la autoridad se construye cada día. La legitimidad, más que un atributo legal, es una conquista constante que depende de la coherencia, la eficacia y la apertura con la que se ejerce el poder.
El desgaste de la confianza en las instituciones no es un fenómeno nuevo, pero sí más visible. Según la Encuesta Nacional de Cultura Cívica (INEGI, 2023), solo el 23% de los mexicanos confía en el gobierno, y apenas dos de cada diez personas consideran que las instituciones públicas actúan en beneficio del pueblo. Estos datos reflejan un problema estructural: una distancia persistente entre discurso y realidad, entre promesas políticas y resultados concretos. Cuando el ciudadano percibe que el aparato gubernamental responde a intereses ajenos al bien común, surge una desafección que no se corrige con campañas, sino con resultados verificables.
Hoy, la política se desenvuelve en un ecosistema público más transparente y participativo que nunca. Las redes sociales, los medios digitales y el acceso masivo a la información han modificado el vínculo entre gobierno y ciudadanía. Cada acción pública es observada, discutida y cuestionada en tiempo real. Esta dinámica obliga a las instituciones a replantear su manera de comunicar y de rendir cuentas. La transparencia ya no es un valor añadido: es la base de toda relación democrática.
El escepticismo ciudadano también puede interpretarse como una forma de madurez democrática. Una sociedad crítica es una sociedad viva, capaz de exigir coherencia y desempeño. Desde esa perspectiva, el reto del gobierno no es contener las voces disidentes, sino incorporarlas a los procesos de decisión. Escuchar, dialogar y explicar se han convertido en funciones esenciales del servicio público contemporáneo.
Gobernar en este contexto exige una administración pública profesional, capaz de ejecutar con eficiencia y evaluar con rigor. La eficacia administrativa deja de ser un concepto técnico para convertirse en un principio político. En derecho público, se entiende como la capacidad del Estado de cumplir sus fines de manera oportuna, proporcional y verificable. Un acto legal que no produce resultados sociales útiles es, en esencia, un acto incompleto. De ahí la importancia de vincular la legalidad con la utilidad pública.
En muchos países, la eficacia administrativa ha evolucionado como criterio de control constitucional. En España, Colombia y Chile, los tribunales han sostenido que las políticas públicas deben ser no solo legítimas, sino también efectivas para garantizar derechos. En México, esta visión apenas comienza a consolidarse, pero representa un horizonte prometedor: una administración que mide, corrige y aprende. Ello requiere marcos normativos claros, funcionarios capacitados y una cultura institucional basada en la planeación y la evaluación constante.
Un gobierno eficaz no se define por la cantidad de programas implementados, sino por la capacidad de resolver problemas públicos. La Agenda 2030 de las Naciones Unidas señala que la gobernanza eficaz depende de tres elementos: instituciones sólidas, gestión basada en evidencia y participación ciudadana. En ese sentido, la planeación estratégica y la coordinación interinstitucional son esenciales para evitar la dispersión de esfuerzos. Las políticas deben responder a diagnósticos precisos, con indicadores y mecanismos de evaluación participativa. Solo así puede demostrarse que la gestión pública es método y no improvisación.
La rendición de cuentas adquiere un papel central. No se trata únicamente de publicar informes o difundir estadísticas, sino de explicar las razones detrás de cada decisión: por qué se elige una política, qué recursos se destinan, a quién beneficia y qué resultados se obtienen. La Encuesta Nacional de Acceso a la Información Pública (INEGI, 2022) muestra que siete de cada diez ciudadanos desean conocer cómo se gasta el presupuesto público, pero menos de la mitad confía en los datos que difunden las autoridades. La transparencia efectiva no consiste en mostrar datos, sino en hacerlos comprensibles y verificables.
La responsabilidad de superar el escepticismo no recae únicamente en los gobiernos. La ciudadanía también debe transitar del reclamo a la participación. La democracia contemporánea demanda una sociedad activa que asuma su papel en la construcción de políticas y en la supervisión de las instituciones. Sin participación, la rendición de cuentas se vuelve unilateral y pierde sentido. El reto está en consolidar una cultura de corresponsabilidad, donde gobernar y ser gobernado impliquen un ejercicio compartido de deberes y derechos.
México vive una etapa en la que la demanda social de resultados es mayor que nunca. Las nuevas generaciones, formadas en entornos digitales, valoran la coherencia, la honestidad y la eficacia más que la retórica. De acuerdo con el INEGI (2024), el 62% de los jóvenes entre 18 y 29 años considera que la participación política es la vía más efectiva para transformar su entorno. Esta tendencia muestra una juventud menos partidista, pero más interesada en los asuntos públicos, dispuesta a exigir con datos y no con consignas.
La confianza institucional, una vez dañada, solo se recupera con hechos. Las obras, los servicios y las decisiones que impactan positivamente en la vida cotidiana tienen mayor valor simbólico que cualquier declaración pública. El ciudadano actual no mide la política en discursos, sino en resultados: calles pavimentadas, trámites simplificados, escuelas equipadas o sistemas de salud eficientes. La eficacia es también una forma de respeto al tiempo y a la esperanza de la sociedad.
Gobernar en tiempos de escepticismo implica reconocer que la autoridad no puede sostenerse en la inercia del pasado. Requiere construir legitimidad con base en evidencia, ética pública y capacidad de respuesta ante los desafíos colectivos. Un gobierno abierto, transparente y evaluable no pierde poder; lo fortalece. Cada vez que el ciudadano percibe congruencia entre lo que se dice y lo que se hace, el sistema democrático se consolida.
El desafío no es restaurar la fe ciega en la política, sino fomentar una confianza crítica y razonada. La madurez democrática consiste en aceptar que la desconfianza puede transformarse en vigilancia constructiva y que el debate público, cuando se orienta al bien común, fortalece al Estado.
En última instancia, gobernar en tiempos de escepticismo es gobernar con conciencia. Es asumir que la credibilidad se construye con datos, que la legitimidad se gana con resultados y que la política solo recuperará su sentido cuando vuelva a servir como instrumento del bienestar colectivo. Porque al final, la confianza pública no se decreta: se merece. Y en eso consiste el verdadero poder.




