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viernes, diciembre 5, 2025

La ira justa | El peso de las razones por: Mario Gensollen

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El peso de las razones 

La ira justa

 

Desde Aristóteles, la cuestión de la ira ha sido un dilema moral y político. En la Ética a Nicómaco, el filósofo advertía que no basta con no encolerizarse: también es un error hacerlo demasiado o con quien no corresponde. Enfurecerse puede ser un acto de virtud si se da cuando se debe, por lo que se debe y como se debe. Aristóteles veía en la ira una pasión peligrosa pero necesaria, una forma de energía moral que debía ser guiada por la razón. Si era excesiva, se volvía destructiva; si era insuficiente, delataba servilismo o apatía. En ambos extremos, la virtud se perdía.

El problema de fondo era político. En las poleis griegas, donde la deliberación definía la vida cívica, la ira justa no era una cuestión privada, sino un asunto de convivencia. Aristóteles temía que una ciudad gobernada por la cólera se disolviera en violencia, y que una ciudad incapaz de indignarse ante la injusticia se degradara en tiranía. Por eso proponía una virtud intermedia: un temple emocional capaz de reaccionar ante el agravio sin destruir la posibilidad del diálogo. La ira justa era, en el fondo, un arte de la medida.

Hoy, sin embargo, ese arte se ha perdido. En nuestra cultura política contemporánea, la indignación ha sido elevada a categoría moral. Se asume que quien se indigna lo hace por razones nobles y que toda ira dirigida a un problema público es, de suyo, una muestra de virtud. La emocionalidad se ha convertido en una forma de credencial política. Ya no hace falta argumentar: basta con sentir fuerte y demostrarlo.

Pero no toda indignación es justa. No toda ira política está bien fundada. Las emociones en la esfera pública pueden ser adecuadas o inadecuadas, y la diferencia no radica en su intensidad, sino en su adecuación. Como sostienen Szanto y Tietjen, en su reciente análisis sobre la pertinencia de las emociones políticas, no se trata de medir cuán sinceramente alguien se siente ofendido, sino de examinar si su emoción es apropiada: si tiene el foco correcto, el objeto correcto, el sujeto correcto y un propósito que preserve, en lugar de destruir, el espacio político común.

La primera falla posible está en el foco. A veces no nos indigna lo que creemos, sino lo que queremos mostrar que nos indigna. Es el fenómeno del virtue signaling: la expresión pública de una cólera cuya verdadera preocupación no es la justicia, sino el reconocimiento moral. Quien se enfurece en redes sociales contra el racismo, el machismo o la desigualdad puede estar más preocupado por su reputación que por los afectados. La emoción se convierte en un espejo: lo que se defiende no es una causa, sino una identidad. Y la justicia deja de ser el foco para volverse decorado.

Otra forma de inadecuación es la del objeto. La ira puede apuntar demasiado lejos o demasiado cerca. En el primer caso, se generaliza hasta volverse una cruzada indiscriminada: la ira contra todos “los conservadores”, “los ricos”, “los medios”. En el segundo, se reduce a casos aislados, sin atender las causas estructurales que los generan. Una indignación desbordada es tan ciega como una selectiva: una persigue sombras, la otra evita las raíces del problema. Ambas deforman la justicia emocional.

También puede fallar el sujeto. No toda emoción es legítima en boca de quien la pronuncia. La llamada “solidaridad kitsch” ocurre cuando alguien de un grupo dominante se indigna “en nombre” de los oprimidos, creyendo compartir su experiencia sin comprenderla. Se apropia del dolor ajeno para reafirmar su propia superioridad moral. Es una forma de usurpación afectiva, una emoción que imita la empatía mientras la traiciona. No hay justicia en una ira que convierte la vulnerabilidad del otro en escenario de autocelebración.

Finalmente, está el criterio teleológico, el más olvidado y quizá el más urgente. Una emoción política no sólo debe ser auténtica o proporcionada: debe ser compatible con la existencia misma de la esfera política. Cuando la indignación deja de reconocer la legitimidad del adversario, cuando transforma al oponente en enemigo y al disenso en traición, deja de ser justa. En nombre de la moral se instaura una lógica de guerra: quien no comparte la furia es cómplice del mal. La política se convierte en cruzada. La ira, en religión.

Las redes sociales han exacerbado esta deriva. La indignación se volvió moneda de validación. Quien no se indigna con la intensidad esperada corre el riesgo de ser acusado de tibieza o indiferencia. Se ha normalizado una ortodoxia afectiva donde las emociones obligatorias sustituyen al pensamiento. La pertenencia política se mide por la temperatura moral: cuánto ruido se hace, cuánta rabia se expresa, cuántas veces se exige castigo. La deliberación desaparece bajo el estruendo del enojo.

En este clima, la indignación ya no persigue un bien común, sino una sensación de pureza. No busca transformar la realidad, sino conservar un sentido de superioridad moral. Se indigna uno no para cambiar el mundo, sino para saberse del lado correcto. La emoción se agota en su propia performatividad: es un gesto, no una acción. Y como todo gesto, termina vaciándose.

Las nuevas ortodoxias progresistas han hecho de la ira su gramática. En ausencia de horizontes políticos consistentes, la emoción funciona como cemento de grupo. Indignarse se ha vuelto sinónimo de pertenecer. Pero esa comunión emocional impone sus propias jerarquías: hay modos legítimos de sentir y modos que deben ser condenados. La diversidad afectiva, que debería ser signo de pluralidad, se transforma en dogma moral. El progresismo sentimental ha sustituido la razón por la corrección afectiva.

Paradójicamente, lo que comenzó como una política de compasión ha terminado como una política de la censura. Lo que se presentaba como una defensa de los oprimidos ha derivado en una vigilancia de la pureza moral. La emoción que debía revelar la injusticia se ha convertido en una maquinaria para producir culpables. Aristóteles lo habría entendido bien: la ira sin razón deja de ser virtud y se convierte en furia.

Esto no significa que debamos desterrar las emociones del ámbito público. La política sin afecto sería una maquinaria muerta. Pero una política gobernada por emociones inadecuadas es una maquinaria descompuesta. La ira puede ser justa sólo cuando su foco es genuino, su objeto es correcto, su sujeto es legítimo y su propósito no destruye el espacio común. De lo contrario, es simple ruido moral, un simulacro de virtud que degrada lo político.

Necesitamos recuperar la medida aristotélica. No para domesticar la indignación, sino para salvarla de sí misma. En tiempos donde el enojo se confunde con la lucidez, el discernimiento se vuelve un acto de resistencia. La ira justa no es la más ruidosa ni la más intensa, sino la que preserva la posibilidad de convivir incluso en el conflicto.

Una comunidad que vive indignada deja de deliberar. Y una que ya no delibera, deja de ser comunidad.

mgenso@gmail.com

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