Cuentos de la colonia surrealista
Miradas furtivas
Todos los días, de lunes a sábado sin excepción, la veía ahí, en el mostrador del gimnasio, recibiendo y atendiendo a los nuevos y viejos clientes, resolviendo dudas, escuchando quejas y sugerencias, sonriendo, siendo ella.
Y estos dos últimos factores: su sonrisa y que fuese ella, habían sido los determinantes para que, después de su clase muestra tomara la decisión de inscribirse en el gimnasio. Así podría verla todos los días. Menuda, de tez trigueña y ojos claros, con cabello castaño casi rubio era sin duda, a decir de él, la chica más bonita que había visto en toda su vida y, por lo tanto, de poco importaba tener que cruzar la ciudad entera todos los días o soportar las terribles rutinas de ejercicio si durante éstas podía voltear discretamente hacia el mostrador y verla. Era algo que valía la pena.
No hablaba con ella. No se atrevía. Era tímido y con un concepto de sí mismo de alguien poco agraciado, tanto en lo físico como en conversación, pero llevaba ya tres meses en el gimnasio y ella se había dado cuenta de sus miradas furtivas, y no eran pocas las veces en que ella le mantenía la mirada y le sonreía no tímidamente o por educación, sino como si se sintiera cómodo con él y esperara (y le invitara con su sonrisa) a que se acercase e iniciara una plática con ella.
De manera que cuando, una lluviosa tarde de septiembre, por azares del destino fue el único cliente que se encontraba en el gimnasio, las miradas furtivas de él y las sonrisas de ella se hicieron más que evidentes y no podían seguirse ignorando
Era la oportunidad perfecta y no la dejaría pasar, durante toda su rutina se estuvo mentalizando y armándose de valor hasta que, al final, logró acercarse al mostrador y hablar con ella. Tímidamente, atropelladamente, pero lo hizo; que si qué tal el clima, que si cuál es tu nombre, que si tienes mucho tiempo trabajando aquí. Y la sonrisa de ella. Y la comodidad de ambos.
Pasados varios minutos ella cayó en la cuenta de que tenía que cerrar el local y él, naturalmente, sacando valor de quién sabe dónde, se ofreció a esperarla e invitarla al café de la esquina para continuar con la charla.
Entonces un atisbo de duda, tristeza y miedo en la mirada de ella. Un segundo apenas, para luego recuperar su encanto, y aceptar sonriente; solamente tenía que pasar a los vestidores y cambiarse, pero claro que aceptaba el café.
No se lo dijo pero siempre ocurría lo mismo. No se sabía si era su condición, un don, una maldición o una afección médica, pero toda vez que alguien la invitaba a salir, ella hacía lo mismo: Entraba al baño o vestidor donde sufría una metamorfosis y salía varios minutos después vistiendo las mismas ropas, pero convertida en una anciana llena de arrugas, desdentada y con escasos cabellos blancos poblando su frente.
La mayoría de los pretendientes, ante esta visión, huían despavoridos; otros creían que se trataba de una mala broma orquestada por la muchacha y aquella señora y, al cabo, se marchaban molestos ante la negativa de ella de que se tratase de una broma.
Pero al fin todos se iban. Es por ello que casi no hablaba ya con los clientes y se limitaba a sonreírles, escucharlos y resolver dudas. Es por ello, también, lo del atisbo de duda, tristeza y miedo cuando el muchacho la había invitado. Se sentía a gusto con sus miradas furtivas, estaba disfrutando de su plática, quería tomar un café con él. No quería que se fuera.
Eso último tampoco se lo diría. Ya tendría él que tomar una decisión, como todos los demás pretendientes, aunque mucho se temía saber qué era lo que ocurriría.
Aun así, salió del vestidor mostrando la que creía que era la mejor de sus sonrisas y, contrario a lo esperado, el muchacho no huyó despavorido ni pretendió que se tratase de una broma. Muy por el contrario, el muchacho sonrió ampliamente y, tras decirlo lo bien que se veía, se disculpó para, antes de que se marcharan, pasar al vestidor a cambiarse.
Sorprendida e intrigada, puesto que jamás le había ocurrido algo así, la anciana esperó durante algunos minutos hasta que vio abrirse la puerta del vestidor de hombres, de donde salió un anciano enjuto, un poco jorobado y con una prominente calva, vistiendo las ropas del muchacho.
─ ¿Nos vamos? ─ dijo.
La decisión recaía por primera vez enteramente en ella.
Sonriendo como nunca lo había hecho, tomó la mano de él y se fueron caminando, despacito, bajo la lluvia, al café de la esquina, sin dejar de sonreír y de dirigirse continuamente tímidas miradas furtivas.




