Violencia contra las mujeres
“En cada niña que mira al suelo para sentirse a salvo, el universo pierde un poco de luz.”
— Inés Dorado
Es tu hermana, es tu mamá, es tu esposa, es tu hija. Cada mujer carga una historia: una historia que calla, que esconde y que la sociedad le enseñó a llevar como si fuera culpa suya. Ayer fue el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, una fecha que ilumina aquello que el resto del año permanece enterrado debajo de los cuerpos, de las bocas y de las mentes. Es un día en el que, por un instante, se permite nombrar lo que tantas veces se intenta silenciar. Porque cuando una mujer se atreve a hablar, él no queda como el agresor: quedamos nosotras convertidas en sospechosas. ¿Qué estabas usando?, ¿qué dijiste?, ¿estabas borracha?, ¿no te gustaba?, ¿por qué fuiste? Son preguntas que no buscan respuestas, sino culpas; preguntas que funcionan como piedras lanzadas para hacerla dudar de su propio dolor.
Sin embargo, este día nos recuerda que no, que nuestras historias no deben seguir escondidas. No es justo vivir en un país que prefiere cubrir los gritos con silencio. Y lo más duro es aceptar que la violencia empieza mucho antes de lo que queremos reconocer. Más de 370 millones de niñas y mujeres han sufrido violación o agresión sexual antes de los 18 años; y si consideramos todas las formas de abuso infantil, la cifra asciende a 650 millones: una de cada cinco mujeres en el mundo. Son historias que comenzaron demasiado pronto, a los 9, a los 10, a los 13 años, cuando apenas estaban aprendiendo a nombrarse, cuando aún jugaban, cuando aún eran niñas. No es un chiste ni una exageración; es una herida que atraviesa la infancia y deja cicatrices que no se borran con el tiempo.
En México, siete de cada diez mujeres han vivido algún tipo de violencia. Casi la mitad ha sufrido violencia sexual. Y, aun así, el 99.7% de estos casos no llega a denunciarse. Ese silencio no nace de la comodidad, sino del miedo, de la vergüenza impuesta y de un sistema que casi nunca responde. Por eso es necesario decirlo con claridad: no fue mi prenda, no fue mi voz, no fue mi cuerpo, no fue que estaba alcoholizada. Fue él. Fue ese hombre que decidió aprovecharse del poder que la sociedad le ha otorgado, del permiso tácito que le concedieron durante generaciones y de la impunidad que lo ha acompañado siempre.
Y a pesar de todo esto, aún existen quienes aseguran que las leyes protegen “de más” a las mujeres. No comprenden que esas leyes existen precisamente porque fueron necesarias, porque sin ellas la violencia sería aún más profunda, más cruda y más constante. México tiene leyes, sí, pero la justicia llega tarde o no llega. Mientras tanto, las historias siguen acumulándose, se vuelven cotidianas, se vuelven normales, cuando nunca debieron serlo.
Por eso es fundamental recordar que el 25 de noviembre no basta. No podemos permitir que la conciencia dure solo un día. La violencia no se detiene cuando pasan las marchas o cuando se apagan las consignas. La violencia ocurre el 26, el 27, el 28. Ocurre todos los días en la vida de mujeres que no tendrían por qué conocer el miedo tan temprano ni cargar historias tan pesadas a tan corta edad.
Gritar es un acto de valentía. Nombrar lo que pasó, romper el silencio, recuperar la voz que fue arrebatada: eso también es resistencia. Cada mujer conoce su historia, sabe lo que vivió y lo que le dolió. No tiene por qué seguir cargando culpas que no le pertenecen, ni la sociedad puede seguir cuestionándola a ella en lugar de cuestionarlo a él.
Porque esa historia que crees lejana podría ser la de alguien que amas. Es tu hermana, es tu mamá, es tu esposa, es tu hija. Y por ellas —por todas— no podemos seguir callando.




