Llegamos cansados, pero llegamos
Este año no fue sencillo. Quizá ningún año lo es completamente, pero este en particular nos agotó de una forma distinta. No fue un cansancio repentino ni estruendoso, sino uno que se acumuló poco a poco, producto del desgaste cotidiano. Fueron esas pequeñas demandas diarias que parecían fáciles de sobrellevar, hasta que, sin darnos cuenta, empezaron a pesar mucho más de lo que imaginábamos.
El cansancio del que hablo no siempre se refleja en el cuerpo. No basta con dormir más o tomarse unos días libres para aliviarlo. Es un agotamiento más profundo, silencioso y difícil de describir. Es el cansancio de quienes cumplieron con todo, pero llegaron al final con menos energía; de quienes siguieron adelante aun cuando la claridad faltaba; de quienes sostuvieron responsabilidades, afectos y rutinas sin pausas visibles y sin recibir reconocimiento explícito.
Hemos llegado a acostumbrarnos al agotamiento. Hemos normalizado las jornadas extensas, los pendientes que nunca terminan, los mensajes que no cesan y las expectativas que siempre parecen ir más allá de lo que realmente podemos dar. Decir “estoy cansado” se ha vuelto parte de nuestro vocabulario diario, casi una respuesta automática, como si fuera algo inevitable y sin consecuencias.
Por mucho tiempo nos enseñaron que detenerse era igual a fracasar. Que el descanso era un privilegio que había que ganarse, y que siempre podíamos dar un poco más, aunque ese “poco más” se cobrara en silencio nuestra tranquilidad, salud o ánimo. En ese entorno, escucharnos a nosotros mismos parecía un lujo y cuidarnos, algo que podía esperar indefinidamente.
Sin embargo, no todo puede posponerse indefinidamente. Tanto el cuerpo como la mente tienen memoria y límites, y tarde o temprano exigen atención. A veces lo manifiestan con irritabilidad, otras con apatía, o con una sensación constante de desconexión. En muchas ocasiones, lo que interpretamos como falta de motivación o tristeza es, en realidad, agotamiento acumulado.
Comprender esto transforma nuestra manera de ver las cosas. Este cansancio no es un error personal ni refleja falta de voluntad o disciplina. En realidad, muchas veces es el reflejo de los tiempos que vivimos. Nos enfrentamos a una dinámica que exige estar siempre presentes, responder de inmediato y mantener un rendimiento constante. Todo parece urgente, todo parece importante y cada cosa reclama nuestra energía. En medio de ese ritmo, descansar se convierte casi en un acto de valentía.
Diciembre llega como esa pausa que el calendario nos concede, no porque todo se solucione mágicamente, sino porque por fin podemos detenernos. Es precisamente en este respiro cuando muchas personas descubren algo revelador: no es tristeza lo que sienten, sino cansancio. No es que estén perdidas, sino saturadas. No se trata de haber fallado, sino de haber recorrido un largo camino sin detenerse a reconocer cuánto han avanzado.
Quizá por eso este fin de año se percibe diferente: hay menos euforia y más reflexión. En vez de promesas grandilocuentes, surgen preguntas sinceras. ¿En qué invertimos nuestra energía? ¿Qué responsabilidades tomamos sin darnos cuenta? ¿Cuántas veces seguimos adelante por inercia, cuando lo que realmente necesitábamos era detenernos un momento? ¿Cuántas veces confundimos ser fuertes con simplemente resistir?
Reconocer el cansancio no es señal de rendición; por el contrario, es una muestra de crecimiento personal. Implica aceptar nuestros propios límites, reevaluar lo que realmente importa y entender que no todo lo que nos agobia es esencial. En ocasiones, avanzar también significa dejar ir: dejar atrás expectativas ajenas, ritmos impuestos o exigencias que ya no nos corresponden.
Llegar cansados no es sinónimo de llegar mal. Es señal de que estuvimos presentes, que sostuvimos lo necesario y que dimos lo mejor de nosotros con los recursos disponibles. Quiere decir que, a pesar del desgaste, seguimos eligiendo cumplir, cuidar y avanzar. En un entorno que celebra la rapidez, pero rara vez reconoce el esfuerzo silencioso, eso tiene un valor profundo y digno de ser apreciado.
Quizá el mayor aprendizaje de este año no reside únicamente en lo que conseguimos, sino en aquello que fuimos capaces de resistir. No se trata solo de las metas logradas, sino de la fortaleza para seguir adelante incluso cuando el ánimo disminuyó. Resistir, adaptarnos y aprender también son formas valiosas de crecer, aunque no siempre reciban reconocimiento.
Cerrar el año no tiene por qué convertirse en un ejercicio de reproches ni en una enumeración de pendientes no cumplidos. Más bien, puede ser una oportunidad para reconocer el camino transitado, agradecer lo que sí se logró y darnos permiso de descansar sin culpa. Descansar no significa rendirse, sino recargar energía, recuperar claridad y reencontrar el sentido.
Sí, llegamos cansados. Pero llegamos con experiencia, aprendizaje y una comprensión más sincera de quienes somos. Llegamos entendiendo que cuidarnos no significa retroceder, sino prepararnos para continuar adelante con mayor fortaleza.
Llegar cansados no es un fracaso; significa que estuvimos realmente presentes. A veces, llegar completos es la manera más genuina y valiente de seguir adelante.




