La Columna J
Mito y Religión
El mito y la religión constituyen un constructo humano que expresa de manera profunda y subversiva la propia vida o, mejor dicho, la existencia del ser humano. No se trata únicamente de relatos primitivos ni de residuos arcaicos del pensamiento, sino de una arquitectura simbólica que permite al individuo y a la colectividad habitar un mundo que, de otro modo, resultaría excesivamente árido para la conciencia. La metáfora aglutinada con atisbos de periplos, de travesías interiores y exteriores, expone la necesidad de crear con la mente un segundo escalón que se eleva por encima de la lógica instrumental y de la racionalidad estricta. En ese espacio simbólico, el mito funciona como una gramática anterior al concepto, una narración que no busca explicar sino dotar de sentido, un modo de comprensión que no responde al cómo, sino al porqué último de la experiencia humana.
En los mitos se encasillan divergencias culturales atemporales que se extienden en dilaciones propias del ejercicio social. Cada civilización ha producido sus propios relatos fundacionales, no como un lujo estético, sino como una necesidad ontológica. Allí donde la razón tropieza con sus límites, el mito irrumpe como una forma legítima de conocimiento simbólico. No es casual que incluso las sociedades más tecnificadas sigan reproduciendo mitologías modernas, disfrazadas de ideologías, narrativas políticas o promesas de progreso. El ser humano no habita únicamente el mundo de los hechos, sino también el de los significados, y es en ese territorio donde el mito se vuelve imprescindible.
La religión, por su parte, surge como una sedimentación más estructurada de ese impulso mítico. No elimina la metáfora, sino que la institucionaliza; no extingue el símbolo, sino que lo ritualiza. Existe en ella una convicción metafísica que, aunque innecesaria desde la lógica positivista, resulta vital desde la experiencia existencial. Incluso cuando se presenta como dogma, la religión no puede desprenderse del todo de su origen poético y narrativo. En ese sentido, la creencia no discrimina al pensamiento ontológico, sino que lo impulsa mediante una retórica que se difumina ante los ojos de lo eterno, ante un poema, ante el rumor del viento que ya no suena en los tiempos modernos, pero que aún retumba en las cavernas simbólicas de la memoria colectiva.
Nietzsche comprendió con claridad este trasfondo cuando escribió: “La moral es el instinto del rebaño en el individuo”. Con esta afirmación no sólo denunciaba el carácter normativo de la moral religiosa, sino que señalaba su función disciplinaria dentro del entramado social. La moral, nacida muchas veces al abrigo de la religión, se presenta como verdad universal cuando en realidad responde a condiciones históricas concretas. Sin embargo, incluso en esa crítica radical, Nietzsche no negaba la potencia simbólica de los valores, sino su pretensión de absolutidad.
El acto humano que desenlaza la procuración y elaboración de los tabúes permite comprender cómo las religiones, en su decurso histórico, exploran alternativas dogmáticas que buscan dar un sentido más racional y ortodoxo a lo que originalmente era fluido y simbólico. Desde el mazdeísmo hasta la mitología griega, desde la figura de Zeus hasta las cosmogonías monoteístas, el ser humano ha intentado ordenar el caos de la existencia mediante sistemas de creencias que regulan tanto la vida social como la conducta individual. En ese tránsito, el mito no desaparece: se transforma, se esconde, se sublima.
En este punto, la moral adquiere un papel central. Nietzsche vuelve a interpelarnos cuando afirma: “No hay fenómenos morales, sólo interpretaciones morales de los fenómenos”. Esta frase desmantela la idea de una moral trascendente y revela su carácter interpretativo, narrativo, casi mítico. La moral no es un dato natural, sino una construcción simbólica que permite domesticar la incertidumbre y dotar de coherencia al comportamiento humano. La religión, entonces, funciona como un marco narrativo que legitima esas interpretaciones, otorgándoles una apariencia de necesidad ontológica.
En el mundo moderno, la relación entre religión y mito se torna más compleja. La religión sigue operando como base para la lógica moral del ser humano, mientras que los mitos actúan como complemento existencial para aquellas tergiversaciones que la mente necesita elaborar con el fin de funcionar dentro del orden social. Incluso la razón ilustrada, que pretendió expulsar al mito del horizonte cultural, terminó produciendo sus propias mitologías: el progreso ilimitado, la redención tecnológica, la neutralidad del mercado o la salvación política. En todos estos casos, la estructura mítica persiste, aunque se presente bajo un ropaje racional.
Nietzsche lo advierte con crudeza cuando señala: “Quien combate con monstruos debe cuidarse de no convertirse en uno; y cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”. Esta reflexión no sólo apunta a la crítica moral, sino al peligro de negar radicalmente el sustrato simbólico de la existencia. El ser humano que intenta vivir sin mitos termina habitando mitos inconscientes, más peligrosos precisamente por no ser reconocidos como tales.
Así, mito y religión no deben entenderse como residuos del pasado, sino como expresiones constantes de la necesidad humana de sentido. La razón organiza, la ciencia explica, pero el mito y la religión interpretan la experiencia en su dimensión más profunda. Allí donde la lógica calla, la metáfora habla; allí donde el concepto se agota, el símbolo continúa. En ese espacio intermedio entre lo racional y lo poético, el ser humano encuentra no la verdad absoluta, sino algo quizá más importante: una forma habitable de existencia.
In silentio mei verba, la palabra es poder, la filosofía es libertad.




