La Columna J
Pedagogía crítica y lucha de clases
Estimado lector de LJA.MX, con el gusto de saludarle como cada semana, en esta ocasión quiero dejar estas líneas a la reflexión de lo que implica el sistema educativo en un país como México. Sin duda alguna, cuando la lógica, el capital y el corporativismo académico comienzan a establecer y a perpetuar ideologías, se empieza a generar una desigualdad desde el único punto en el que verdaderamente se puede encontrar la emancipación y las vías de desarrollo. Tal cual mencionaba Paulo Freire en su Pedagogía del oprimido: “la educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo”, lo cual nos obliga a repensar críticamente qué estamos haciendo con ese mecanismo que, en teoría, debería constituir la base de cualquier proyecto democrático.
El análisis del sistema educativo mexicano no puede aislarse de las condiciones estructurales del capitalismo contemporáneo. Como señala el ensayo Pedagogía crítica y lucha de clases, el capitalismo neoliberal ha configurado una maquinaria donde las personas se vuelven engranes prescindibles dentro de un proceso productivo que privilegia la acumulación sin fin, incluso a costa de la dignidad y la vida humana. Esta estructura opera también desde la subjetividad: forma modos de pensar, de relacionarse y de interpretar el mundo, moldeando así el horizonte de lo posible. En este sentido, el capitalismo educativo no se expresa únicamente en los recortes presupuestales o en la precarización docente, sino en la manera en que se concibe a la enseñanza como un instrumento para producir mano de obra y no ciudadanos críticos capaces de disputar las narrativas hegemónicas.
Sin embargo, la verdadera pregunta que deberíamos hacernos es: ¿a quién sirve una educación que busca optimizar procesos, pero renuncia a formar sujetos capaces de pensar críticamente el mundo que habitan?
La desigualdad educativa en México se expresa no solo en cifras de acceso o infraestructura, sino en formas más profundas: en la reproducción de modelos culturales que legitiman la subordinación y la exclusión, en la imposición de un lenguaje tecnocrático que pretende neutralidad donde hay conflicto, y en la persistente tendencia a responsabilizar a los estudiantes por las carencias estructurales de un sistema que históricamente ha favorecido a unos y marginado a otros. Tal como indica el documento citado, el capitalismo neoliberal construye una narrativa casi mística sobre sí mismo, naturalizando la explotación y haciendo que la precariedad parezca una condición inevitable del destino social.
Desde esta perspectiva, la pedagogía crítica se vuelve indispensable. Freire sostenía que “nadie libera a nadie, nadie se libera solo: los seres humanos se liberan en comunión”. Esta afirmación encarna el corazón de una praxis educativa orientada hacia la conciencia y la transformación social. La pedagogía crítica no entiende la educación como una técnica o como un conjunto de contenidos, sino como un espacio político donde se disputa el sentido del mundo. Educar críticamente significa revelar las estructuras ocultas de poder, desnaturalizar la desigualdad y poner en manos de los estudiantes la posibilidad de imaginar alternativas. Significa entender que enseñar no es transmitir información, sino acompañar procesos de lectura y relectura de la realidad, hasta que la realidad deje de ser destino y se convierta en historia abierta.
El ensayo Pedagogía crítica y lucha de clases recuerda que el capitalismo neoliberal heredó una matriz colonial que se remonta a la tesitura surgida en 1492, y que aún hoy se expresa en discursos que organizan el poder, el saber y la legitimidad. En la educación mexicana, estas huellas coloniales persisten en currículos que privilegian ciertos saberes, en estructuras institucionales que reproducen desigualdades de clase y en prácticas pedagógicas que desalientan el cuestionamiento profundo. A ello se suma la tendencia creciente a convertir la educación en un producto susceptible de consumo, donde universidades y centros escolares compiten por estudiantes como si se tratara de un mercado de clientes y no de un espacio para la construcción de ciudadanía.
Pero también en nuestra región han surgido propuestas alternativas. El Buen Vivir, conceptualizado en países como Bolivia y Ecuador, reivindica el derecho a la educación, a la salud y al agua como pilares de una vida digna, situando la existencia humana más allá de la lógica extractivista y mercantil. Este enfoque representa un desafío directo al neoliberalismo e introduce categorías que pueden nutrir una pedagogía emancipadora: comunidad, cooperación, respeto por la naturaleza y centralidad del bienestar colectivo. México podría encontrar ahí un referente inspirador para repensar su propio modelo educativo desde una perspectiva latinoamericana, crítica y profundamente humana.
La transformación educativa no puede darse de manera aislada. Toda reforma que ignore las condiciones socioeconómicas de nuestro país corre el riesgo de convertirse en simulación. Por ello, la pedagogía crítica insiste en que la educación debe analizarse en el marco de las relaciones sociales y productivas del capitalismo. No se puede exigir pensamiento crítico en el aula mientras se promueve la obediencia ciega en el ámbito laboral; no se puede hablar de inclusión mientras el acceso a la educación de calidad sigue determinado por el nivel socioeconómico; no se puede hablar de libertad mientras se mantiene intacta la estructura que reproduce privilegios para unos y precariedad para otros.
Si el sistema educativo mexicano ha de aspirar a la emancipación, necesita recuperar la dimensión ética y política de la enseñanza. Necesita maestros formados en la reflexión, estudiantes habituados a la pregunta y comunidades escolares que se asuman como espacios de construcción colectiva. En un país donde la desigualdad marca el destino de millones, la educación no puede seguir siendo vehículo de reproducción social; debe convertirse en un espacio para romper esas cadenas. La pedagogía crítica nos recuerda que no basta con enseñar a leer el mundo: hay que enseñar a escribirlo de nuevo.
In silentio mei verba, la palabras es poder, la filosofía es libertad.
