El día que te fuiste entendí que no te volvería a ver.
Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde, por el crepúsculo ensangrentado
del cielo. Sonreías. Dejabas atrás un pueblo del que muchas veces me
dijiste: lo quiero por ti; pero lo odio por todo lo demás, hasta por haber nacido en él
Pedro Páramo, Juan Rulfo
Es mil novecientos ochenta y dos; el mundo, sus habitantes y los mundos de esos habitantes son por el inexorable paso del tiempo dictado del dios Cronos diferentes a ese tiempo pero también las similitudes a ese tiempo pasado en teoría, nos hacen pensar en una realidad mágica, en un mundo por descubrir aunque ya haya sido descubierto por otros. La importancia de los acontecimientos de cada uno de los mundos que se crean en este mundo está basado en la cuestión de que es importante, trascendente al tiempo, trascendente al amor, la tierra, la alegría, la soledad o la locura.
Yo nací en mil novecientos ochenta y dos, el mundo está por abrirse a las selvas de la aventura que es la vida, a la imaginación constante que me hará ser y que me hará estar, aprender el lenguaje para expresar mis interiores, la lengua me es transmitida y esa lengua, por el destino de la tierra donde he nacido, es llamada español. Del mundo no entiendo nada; lo más básico, lo más natural, animal y precario, lloro, duermo, mamo, defeco y no más. Mi mundo parece desolado, no hay mucho, pero yo lleno el mundo de los que me rodean, ellos crean un mundo para mí y en su imaginación se crean otros fantásticos llenos de esperanza y amor.
Ahí en mil novecientos ochenta y dos también nació la leyenda, el reconocimiento a los cien años de soledad, García Márquez, el nobel y la intemporalidad de un mundo y un universo dentro de otro mundo y otro universo. Crezco y de a poco entiendo las palabras, los sonidos, las señas, las señales, las aprendo para comunicarme y salir de la soledad de mi pequeño cuerpo, las palabras me son enseñadas con paciencia, sonoramente, bajo la expresión de otro ser humano, mi mundo empieza a llenarse de sonidos que representan cosas, acciones, yo sólo sé simplemente que con ellas como, duermo, juego, las conjugo y formo oraciones y ahí mi mundo abre otro mundos, la imaginación juega a descubrir, a crear irrealidades fantásticas alimentadas por mi entorno, por lo que vivo, ahí fundacionalmente sé que los sentimientos puedo expresarlos con una palabra y con una lengua, desde ahí nunca más estaré solo, las palabras me acompañan hasta estos días.
Así crezco y con ello eso que se llama vocabulario, aprendo a maldecir, a mentir, a soñar bajo la expresión de lenguaje con mis semejantes y con cada cosa viva del mundo, planta o animal, para los cuales, desde miles de años atrás ha sido asignada una palabra.
Los libros llegan a mi mundo y descubro que cada libro es un universo y que cada personaje de ese libro tiene su propio mundo, llegan a mi millones de palabras, realidades en papel, manantiales insaciables, plenos de desdicha y belleza, descubro que cada personaje vive y muere en una temporalidad cotidiana. Las palabras me llevan al amor, la aventura, la desdicha, la soledad y así formo parte de la realidad desaforada que muy poco ha tenido que pedirle ahora ya a la imaginación, y cada palabra en cada página de cada hoja de cada libro, hace creíble esta vida bajo la insaciable búsqueda de la identidad propia que es tan ardua, así las palabras no mueren, son testimonio de la permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte.
Ahora mis palabras y las palabras de un colombiano nobel en mil novecientos ochenta y dos se mezclan y confunden, yo nacía en Tlatelolco y el leía en Suecia su discurso: La soledad de América Latina, entre tantas palabras y tanta tinta Otra soledad de América Latina bien podría escribirse, “ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad en la tierra”. Gabriel García Márquez.




