La sacarina era estupenda, endulzaba y no tenía calorías. Después provocó cáncer. Luego, dejó de provocarlo y simplemente contribuyó a que surgiera. Fue muy consumida. Fue declarada como peligrosa en Estados Unidos y prohibida en Canadá. Volvió a ser apta para el consumo humano. En México fue buenísima cuando en otros lados ya era malísima, luego fue malísima, justo cuando volvió a ser aceptable en otros países. Y entonces, apareció el ciclamato de sodio; se hizo popular, se usó en combinación con la sacarina, fue prohibido en los Estados Unidos y se sigue usando en muchísimos lugares, nuestro país entre ellos. Llegó el aspartame y ocurrió lo mismo: difusión eufórica, dudas, ataques, defensas, prohibiciones. Y las réplicas, años después, en México, siempre en canon. En Estados Unidos dejaron de endulzar la Coca-Cola con azúcar de caña y le ponen jarabe de maíz, ahora importan Coca-Cola mexicana -que todavía tiene azúcar-, porque “sabe mejor” (resulta que la Coca-Cola, el producto estadounidense por excelencia, es más “auténtica” cuando se produce en México, donde, por supuesto, comienza a contener jarabe de maíz en lugar de azúcar).
La preocupación por la relación entre las comunidades y los productos que consumen ha ido en aumento. Justo cuando los aparatos electrónicos que se venden en Finlandia están hechos con piezas chinas, fueron diseñados en Estados Unidos y han sido ensamblados en Vietnam; cuando los autos concebidos en Japón son armados en México con piezas importadas, y cuando las manzanas que encontramos en el supermercado vienen directo de Washington -y no de Chihuahua-, comienza a surgir la idea de que quizá convendría consumir lo que se produce en la propia comunidad. En resumidas cuentas, la conciencia acerca de la protección al ambiente, al planeta y a todo -sí, exageran-, ha llevado a la puesta en práctica de la pegajosa frase “piensa globalmente, actúa localmente”. En varias ciudades de California, por ejemplo, hay asociaciones muy bien organizadas dedicadas a la promoción del consumo de la comida local; es decir, de los alimentos producidos en un radio de ciento sesenta kilómetros alrededor de las zonas metropolitanas.
Todos amamos al Oxxo, todos odiamos al Oxxo. La omnipresencia, los horarios extendidos, los refrigeradores en la temperatura justa, los pasillos amplios, la casi certeza de que habrá lo mismo siempre, los hielos, las Maruchan y los Vikingos, poder pagar con tarjeta, el Andatti y el estacionamiento bastan para comprender su éxito. De verdad es cómodo, conveniente y, salvo excepciones, aceptablemente limpio. Por otro lado, la fruta y la verdura son espantosas, nunca funcionan las dos cajas, la comida rápida parece de plástico, huele a plástico y sabe a plástico, tienen una sola marca de queso, el alcohol es caro, las mesas huelen a trapo, invariablemente alguien en la caja no tiene idea de cómo usar la caja y se les cae el sistema, no venden cerveza de la competencia ni refrescos -aunque, vamos, quién se ha quejado nunca de que no haya Pepsi en algún lugar-. Si esto no basta, podemos recurrir a la ofensa social; los Oxxos, y sus parientes menos exitosos, son el azote de los abarroteros, acaban con las tienditas, nuestras amadas tienditas, destrozan las loncherías -con eso de que ahora hasta tacos de canasta venden, y no quiero imaginar cuando se institucionalice el “bolillo con crema by ocso”-. Claman los indignados, alguien haga algo.
Si bien no me hace feliz la queja plañidera en contra de las tiendas de conveniencia, entiendo la sensación de indefensión por parte de los tenderos; el poder económico y la logística de las cadenas sobrepasa abrumadoramente las capacidades de las tienditas. Pero el llanto abierto y la exigencia de que las autoridades arreglen el mundo no parecen rondar la solución. Más que demonizar a las cadenas nacionales, las misceláneas y otros pequeños negocios podrían adelantarse a una moda que ya sabemos que llegará: el consumo local. De hecho, ya lo hacen de manera muy eficiente, aunque no lo han explotado. Cerca de mi casa hay varios locales que, combinados, son superiores a la tienda de conveniencia más cercana. En la frutería de la esquina hay una variedad y unos precios insuperables, además la dueña nos conoce a todos los vecinos, nos aparta la fruta y su marido es un experto para fechar mangos, melones, aguacates, etc. -“Mire, éste es para hoy, este para mañana y este para pasado mañana”-. En la tortillería no sólo hay tortillas recién hechas, además hay frijoles recién cocidos -por una vecina de toda confianza-, salsas recién preparadas y hasta totopos recién fritos. Ah, y cerca de la tortillería, hay otra, de tortillas de harina, infinitamente superiores a las de la Tía Rosa. En una tiendita hay queso de Calvillo, en la otra, de Pabellón, y doña Martha vende los martes uno que le traen de San Miguel el Alto. Por separado, ninguno de ellos podrá hacer nada.
Y algo ocurrirá. Dentro de algunos años. Así como seguimos la discusión de los edulcorantes con prudente distancia, replicando, a toro pasado, el optimismo seguido de la decepción. Así como replicamos las modas justo cuando han dejado de serlo. Así como nos obsesionamos con la educación por competencias cuando ya surgen los fuertes cuestionamientos en su contra en lugares donde la obsesión ocurrió muchos años atrás. Así como en San Francisco han vuelto a mirar hacia sí mismos para entender cómo ayudándose ayudan al resto del mundo, en México vamos a entrar en la moda del consumo local y el apoyo comunitario; claro, cuando la frutería, la tortillería, las queserías locales y las tienditas hayan desaparecido, y tengamos que volver a inventarlas -más cool, más caras, más plenas de ideología, más lentes de pasta- para ir con los tiempos.
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