Estamos enojados. Estamos indignados. Estamos desconsolados. Tenemos miedo. Y ya son años. Y cada vez es más frecuente. El ritmo en el que ocurren las ofensas, los engaños, las mentiras, los asesinatos y las masacres aumenta de velocidad. Los momentos entre enojo y enojo, entre dolor y dolor, entre terror y terror, son cada vez menores. Los hechos vergonzosos comienzan a traslaparse, ya no hay tiempo para cerrar las heridas, para sanar, para perdonar. Después de cada atrocidad nos preparamos para llorarla, odiarla, comprenderla e intentar colocarla en el lugar de las excepciones; pero el proceso queda siempre interrumpido, no hemos siquiera terminado de lamentarnos cuando una nueva salvajada nos golpea. Nos afligen los cientos de migrantes enterrados en fosas clandestinas de Tamaulipas, los pueblos tomados por comandos armados en Chihuahua, los campesinos del Sur esclavizados en el Norte, los buenos policías ejecutados, los viajeros que se desvanecen en nuestras carreteras, los bebés que murieron calcinados.
Y nuevamente, sin pausa, sin periodo de reflexión, sin instante de paz, otra bestialidad. Un presidente municipal ordena a la policía el secuestro de estudiantes normalistas que se preparaban para rememorar la matanza de estudiantes universitarios ocurrida cuarenta y seis años atrás a manos del gobierno federal. Días después, se encuentran fosas clandestinas llenas de cuerpos. Pueden ser ellos. Casi medio siglo pasó y no aprendimos nada; conmemoramos la sangre con sangre.
Lo que le ocurrió a los muchachos de la Normal Rural de Ayotzinapa merecería ser recordado como la peor tragedia de una nación, la más incomprensible, el límite último de lo inhumano. Debería sorprendernos. Debería marcarnos. Sin embargo, antes de que terminemos de llorar, ocurrirá otra cosa igualmente horrorosa, porque así sucede aquí, porque eso es México, porque nuestra normalidad es la acumulación de tragedias. Y de tantas corremos un peligro tristísimo: dejaremos de estar enojados, de estar indignados, de tener miedo, para comenzar a ser enojados, ser indignados y ser miedosos. Los eventos están cambiando nuestra personalidad, la tranquilidad se reduce, escasean los momentos de alegría; la felicidad comienza a ser accidental.
Y ojalá fuera el gobierno nada más, ojalá sólo fueran los partidos; sería más fácil si todos los policías fueran los malos, y si todos nosotros fuéramos los buenos. Así cuando menos sabríamos a quién odiar, a quién culpar, de quién defendernos o escondernos, contra quién levantarnos, de quién escapar. Pero los presidentes municipales bárbaros, los diputados corruptos, los senadores prepotentes, los policías asesinos son nuestros padres, nuestros hijos, nuestros hermanos, nuestros sobrinos, nuestros amigos, nuestros compañeros de escuela. Hay sicarios universitarios, secuestradores hijos de gente decente, asesinos que van a misa, políticos queriendo realmente ayudar, policías que soñaban con serlo de niños porque querían atrapar a los malos, soldados que aman a su país.
Es urgente, como lo ha sido desde hace mucho tiempo, que nos detengamos, que hagamos una pausa y decidamos qué vamos a hacer. Se llevaron con vida a hombres y mujeres, y no volvieron, los encontraron en fosas multitudinarias; hombres y mujeres habían habitado sus pueblos durante décadas, los expulsaron por la fuerza, y nunca les han devuelto su hogar; hombres y mujeres indígenas de Oaxaca y Chiapas viajaron a trabajar en los campos de naranja de Veracruz y Tamaulipas, y acabaron como esclavos; algunos policías, hombres y mujeres, eligieron defender la ley, y fueron decapitados; mexicanos de todos lados salieron a conocer su país y nunca volvieron; dejamos a nuestros niños por la mañana para que los cuidaran y perecieron en un incendio; estudiantes marcharon y se opusieron, gritaron, y fueron asesinados por el poder federal.
A nuestros muchachos de Ayotzinapa se los llevaron vivos. Si no vuelven, comprobaremos que nuestro discurso ha perdido el peso, que ya no sirve, que no basta. Nuestros mapas se están llenando de pueblos llamados “masacre”. Nuestra geografía es una colección de “matanzas”, “desaparecidos”, “indignación” y “protestas”. Pronto, ni siquiera bastará con decir la “matanza de México” para nombrar la realidad. Nos estamos quedando sin palabras para calificar lo que pasa, para discutirlo, para ponernos de acuerdo. Ya no hay vocabulario que signifique nuestro dolor. Vamos en camino de dejar de ser nación, pueblo, gente, personas; y seremos sólo furia a punto de estallar. Entonces no habrá nada que nos pueda salvar.
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