Michael Field es un oscuro poeta victoriano perdido entre las páginas, apenas recibe tres, de la monumental, mil ochocientas páginas en papel, casi biblia y letra diminuta, The Oxford Book of Victorian Poetry. Tan oscuro y olvidado como oscuras y olvidadas están Arran Leigh, seudónimo de Katherine Harris Bradley, o Isla Leigh, seudónimo de Edith Emma Cooper que apenas merecen menos de una página cada una en el mismo volumen. La coincidencia no tendría mayor trascendencia sino fuera por el hecho de que Michael Field también es un seudónimo tras el que se ocultan ambas mujeres cuando escribían en colaboración.
Tras el nacimiento de su segunda hija, Amy, Emma Bradley quedó paralítica y su hermana Katherine pasó a convertirse en la tutora legal de que su sobrina, Edith Cooper. Preocupada por la educación de su pariente y pupila, Katherine comenzó a estudiar al mismo tiempo que ella, en una época en que pocas eran las mujeres universitarias, en la década de mil ochocientos setenta en el University College de Bristol. Y también fue por aquellos años cuando decidieron ser, no necesariamente en ese orden, colaboradoras en la escritura, bajo el nombre Michael Field con el que apenas pasarían a la historia, y amantes, ambas, con una constancia inaudita, durante cuarenta años.
Aunque era él el que firmaba los poemas que cantaban, con toda la libertad posible en aquellos años, al amor entre mujeres y que la mayoría, con el paso del tiempo, han quedado anticuados, en forma sobre todo, fueron ellas las que reconocieron que el impulso primero para escribirlos, sobre todo en lo temático, había sido la edición de 1885 de Safo que había llevado a cabo e inglés el latinista homosexual Henry Wharton.
Field, al que ya le habían ganado en apariciones en papel, Isla y Arran Leigh, comenzó a publicar con regularidad, a partir de 1984, teatro y poemas en las mejores revistas de la época. Robert Browning, autor de algunos de los poemas cimeros de la poesía victoriana y amigo de la pareja a la que llamaba “mis dos griegas queridas”, reseñó, laudatoria y exageradamente, la obra de Michael Field como la de un genio, pero cometió una indiscreción imperdonable: comentar, en una reunión con los grandes literatos y críticos de Londres, las verdaderas personalidades que se escondían tras los poemas de amor sáfico que firmaba Field. La hipocresía victoriana se encargó del resto. Si estaba bien que un hombre escribiera poemas de pasión lésbica, no lo era sin embargo que lo hicieran dos mujeres. Tras el descubrimiento, la recepción positiva de los poemas de Michael Field se convirtió en silencio.
Además de la literatura, las otras dos pasiones que compartían demostraron ser, al final, incompatibles. Katherine y Edith, se dedicaron a viajar, como todos los ingleses de clase alta o adinerada de la época, por Inglaterra y por el continente. Sin embargo, Whym Chow, el perro al que llegaron a considerar, como habían hecho otras parejas de mujeres de la época, como su hijo casi literalmente, fue el que las convirtió en sedentarias porque no querían abandonarlo por largas temporadas. El mismo perro, con su muerte en 1906, provocó una de las más extrañas conversiones al catolicismo de toda la historia de la religión en las islas británicas ya que ambas, buscando un consuelo para su pena, decidieron bautizarse en el seno de la iglesia de Roma. Es, a partir de entonces, cuando su poesía, ya a punto de dejar de estar de moda, sufre además un claro declive que sustituye la alegría y gozo paganos por el simbolismo religioso.
En 1913, a la muerte de Edith a causa del cáncer, su tipo de escritura ya estaba a punto de pasar definitivamente de moda en cuanto terminara la Gran Guerra con la llegada del modernismo. Katherine, que moriría ocho meses después también de cáncer, pasó los últimos meses revisando y recopilando la obra de ambas en forma de libros listos para una imprenta que ya no gustaba de su poesía.
Su mejor obra, la que pasará a la historia, aunque sea a la de las minúsculas notas a pie de página de la historia de la literatura inglesa, son sus diarios, si se los considera obra de Katherine y Edith, o su diario, si se atribuye a Michael Field. Unos diarios que todavía no han encontrado una edición completa, y no parece que vaya a haberla debido a su tamaño, más de veinte cuadernos por año durante cuarenta años, pero que tienen una edición, bastante incompleta y expurgada, realizada por el también olvidado T. Sturge Moore.
¿Por qué un monumento para las dos mujeres que fueron Michael Field? Primero, y sobre todo, porque en la historia de las colaboraciones, Bioy y Borges, Dickens y Collins, Juan Ramón y Zenobia, ha habido pocas tan perfectas como la suya que llegaba al punto de que al ver impresos sus poemas y sus narraciones eran incapaces de decidir o recordar qué había escrito una y qué la otra. Y, segundo, por la valentía de tratar un tema, el del amor entre mujeres, para el que su sociedad no estaba preparada y, quizá, la actual tampoco.




