Un estudio recentísimo, publicado por la Anuies, ha revelado que los estudiantes que se incorporan a la educación universitaria en la Ciudad de México no saben leer ni escribir. Por alguna extraña razón, eso fue noticia. Varios periódicos difundieron los resultados con titulares como “Falla español a universitarios nuevos” o “Ingresan jóvenes a la universidad sin un dominio del español”. Digo que me parece raro que eso haya sido noticia no porque el tema carezca de importancia, sino porque en realidad no es noticia.
Siempre será necesaria la investigación seria acerca del nivel de conocimientos y habilidades con el que cuentan nuestros jóvenes. Saber en qué fallan específicamente es indispensable. Sin embargo, no hacía falta un estudio para que los medios y las autoridades competentes -o por lo menos las incompetentes- comenzaran a preocuparse. Las pruebas de que los flamantes universitarios no dominan ni conocen su lengua provienen de los -también flamantes- egresados, de los profesionistas en funciones y de los recién jubilados. Los comunicados de las empresas, los boletines de gobierno, las notas de los periodistas, las declaraciones de los académicos, de los políticos, de los funcionarios son cada vez más simples, más sosas, más irrelevantes y menos inteligibles.
Sin estudio de escándalo a la mano, aseguro que las matemáticas no corren mejor suerte. Dejamos de saber álgebra, olvidamos la raíz cuadrada, luego perdimos la división y la multiplicación, y estamos en proceso de deshacernos de la resta; ahora hasta los alumnos de licenciatura que sacan las copias para los compañeros hacen todo con puras sumas, te cobran 26 pesos, pagas con un billete de 50 y, en lugar de hacer una resta, te dan el cambio sumando al dinero cobrado -“veintiséis… y cuatro son treinta, y veinte, cincuenta”-.
En otras noticias, también recientes; algunas de las compañías más exitosas han revelado que lo que durante mucho tiempo se consideró como garantía para conseguir un buen trabajo no lo es más. El promedio escolar, el nombre de la universidad de la que egresas, incluso la calificación de los exámenes de egreso cada vez significan menos al momento de decidir a quién contratar. De acuerdo con Lazlo Bock, vicepresidente de recursos humanos de Google, hay características más importantes que deben ser tomadas en cuenta: habilidades cognitivas generales, curiosidad, liderazgo -entendido como la capacidad de ponerse al frente para resolver un problema y ser capaz de dar un paso atrás cuando alguien más tiene una mejor idea-, humildad intelectual y responsabilidad.
La situación con respecto al nivel de nuestros estudiantes es lamentable, y lamentada. El lamento no arregla nada. Nos hemos revelado lo evidente con demasiada frecuencia que resulta incomprensible por qué seguimos trabajando de la misma manera. La confianza que antes generaban los títulos, las calificaciones y hasta el nombre de nuestros centros de estudio se va perdiendo poco a poco. Sin embargo, las acciones emprendidas para evitar esta devaluación no han hecho más que agravar la situación. Ahora nuestras universidades viven, como en espejo, la situación a la que han sometido a los estudiantes: un constante estrés por ser aprobadas. Las miles de horas que académicos y administrativos utilizan ahora para conseguir que alguien más diga que su trabajo vale la pena podrían ser dedicadas, justamente, a que el trabajo sustantivo que realizan valga la pena.
Como en espejo también, imagino que la solución, o una de tantas, reside en que las instituciones de educación superior dejen de preocuparse por los dieces que obtienen y comiencen a concentrarse en obtener las habilidades que les garantizarán un papel real en el desarrollo del país. Las universidades deberán poseer, por lo menos en el siglo que comienza, grandes habilidades cognitivas, es decir, deberán ser capaces de comprender problemas de diversos tipos, hacer asociaciones que involucren disciplinas aparentemente inconexas y contar con programas realmente flexibles, y proporcionar a sus alumnos las herramientas básicas para pensar. También habrán de ser instituciones curiosas, que se permitan investigar todos los ámbitos del conocimiento, dispuestas a permitir que sus biólogos sepan de historia, sus psicólogos de física y sus matemáticos de poesía. Sabrán entender su papel de liderazgo frente a la sociedad, serán un contrapunto a las decisiones del poder político y entenderán cuándo y cómo dar un paso al frente, y, sobre todo, cuándo y cómo dar un paso atrás. Contarán con el ego suficiente para sentirse seguras y no depender de que evaluadores desconocidos les digan si van bien o no, y serán intelectualmente humildes para aceptar cuando las decisiones que tomen, las investigaciones que emprendan y los programas que ejecuten no sean pertinentes, interesantes o inteligentes -y procurarán que sus egresados también se sientan seguros sin ser soberbios-. Por último, serán instituciones responsables pues procurarán servir a la sociedad, a los estudiantes y al conocimiento, antes que a los sistemas, evaluadores y gobernantes.
Esto quizá no incrementará la producción de dieces, pero estoy seguro de que entregará mejores estudiantes, más inteligentes, más capaces y más enamorados del conocimiento. Si eso no tiene como consecuencia un mejor país, no sé qué podría tenerlo.





