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viernes, diciembre 5, 2025

Charlotte Mary Mew / Hombres (y mujeres) que no tuvieron monumento  

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Tragedia y soledad son las dos palabras que resumen perfectamente la vida y, como consecuencia, la obra de la injustamente olvidada Charlotte Mary Mew. Tragedia porque su padre, reconocido arquitecto y mal previsor, dejó a su familia en la casi miseria. Y también tragedia, y también familiar, porque de los siete hermanos Mew, tres murieron en la infancia y otros dos tuvieron que ser internados desde jóvenes en manicomios. Esas fueron las circunstancias que incitaron a las dos hermanas menores Mew, Anne y Charlotte, a hacer un juramento de no casarse jamás para no transmitir ninguna enfermedad a su descendencia. De ahí la soledad, una soledad que le llevó al extremo, no querido, de ser descrita por uno de sus biógrafos como “castamente lesbiana”.

“Un demonio chiquito con inteligencia”, la describió otro de sus biógrafos. Otro, fijándose más en su apariencia física escribe de ella que “Su pelo gris alocado, sus asombrosos ojos grises, su rostro pálido y diminuto, pertenecen a un visitante de otro mundo, asustado por lo que tiene que pasar en este”. Ezra Pound, del que nunca se sabía si sus palabras eran o no elogios, le escribió para pedirle permiso para publicar un poema Fin de fiesta en su revista y le dice en la carta “Conozco una poeta cuyo pecho late como una dínamo debajo de un traje gris hierro hecho a medida (creo que uno de sus trajes es gris hierro) y cuando publique sus poemas me dará algo que decir que no puedo decir de mis imaginistas”.

“Corazón llegará un día / en que uno no tenga que llevar las cuentas. / Aquí está todo lo que hay que pagar. / Buenas noches a la puerta”. Leído ahora el poema que la hizo merecedora de los elogios de Pound, Thomas Hardy y Virginia Woolf (a la que, si hemos de creer toda poeta contemporánea suya, era una genia), resulta pasado de moda, anticuado. Pero, como la mayoría de su obra, en aquella época resultaba innovador.

Innovador como lo fue ella en ciertos aspectos de su vida. En su soltería, en su forma de vestir, siempre trajes cortados a medida, en el fumar y, también, en su ideario político. Ella fue uno de los pilares del liberalísimo Bedford College, uno de los primeros colegios femeninos decididamente abiertos en lo social y sin adscripción religiosa, en el que también hacía de carpintera. Ahí le comenzaron lo ataques de demencia que tanto temía haber heredado. Según una de sus discípulas “estaba tocando el piano y de repente en un estado alteradísimo, y llena de dolor, comenzó a golpear con su cabeza la pared”. Charlotte decidió entonces tomarse un descanso para mejorar su salud y fue cuando se dedicó de lleno a la poesía.

Sus poemas de amor, aunque sáficos en la idea, pero no en la descripción, reflejan perfectamente la imposibilidad, o la tendencia a hacerlo imposible, para encontrar una pareja de Charlotte. En mundo en el que las mujeres, sólo las de clase alta claro, podían acceder a trabajos, mayormente intelectuales, el primer gran amor de la Mew fue su editora en The Yellow Book. Tras años de acercamiento a Ella D’Arcy, heterosexual hasta la médula, a lo que ésta sólo respondía brindándole cada vez más amistad, Charlotte se rindió en 1902.

En 1913, tras un tiempo de “castidad”, Charlotte volvió a enamorarse, esta vez de la novelista May Sinclair, abierta lesbiana y masculina en porte y vestido como Mew. Sinclair la había buscado por carta y por comentarios de amigos interpuestos, pero cuando Charlotte al fin se decidió a declararle su amor, como ya había hecho con otras mujeres, a May dejó de interesarle. Y no sólo no le interesó, sino que incluso llegaba a ridiculizarla como cuando le escribió a la también novelista Rebecca West: “hoy Charlotte volvió a intentar acercarse a mí. Sólo logré escaparme de ella poniendo entre nosotras una cama”.

Siguió escribiendo y viviendo con su hermana hasta que, tras la muerte de ésta de cáncer de hígado, se autointernó en una residencia para ancianos donde su hermana la acosaba en las pesadillas diciéndole que había sido enterrada viva. “24 de febrero de 1928”, escribió en su diario el arquitecto, arqueólogo y escritor Charles Robert Cockerell, “un trágico final para una vida trágica de un ser muy raro. Después de cenar escribí su obituario para The Times”. Margaret Mew se había suicidado bebiendo una botella de desinfectante “Lysol”.

¿Por qué un monumento para Charlotte Mary Mew? Primero, y sobre todo, porque demuestra lo efímero de la fama y de los aplausos de los contemporáneos. Segundo, y también, porque con su vida y sus acciones, incluido su suicidio, hizo bandera de un amor más poderoso que el carnal, el fraternal. Tercero, porque en ella se cumple lo que le había profetizado Hardy que “se la seguirá leyendo cuando otros hayan sido olvidados”. Y, cuarto, por la respuesta que solía dar cuando se le acercaba para preguntarle si ella era Charlotte Mew, su respuesta era siempre la misma. “Lamento decirle que sí lo soy”.

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