Explicar la génesis del error de julio, para la mayoría de las empresas encuestadoras de la elección federal 2012, representa no solamente una exigencia de supervivencia en la credibilidad pública, sino un imperativo de revisión y ajuste metodológico de considerable rigor científico. El margen estimado por ellas entre el candidato ganador y el segundo en la contienda oscilaba alrededor de 10 puntos porcentuales; diferencia que se achicó a sólo seis puntos en los resultados electorales oficiales. Lo que se quiso leer como confabulación estadística.
Para quienes somos neófitos en la ciencia estadística predictiva, o nos atrevemos a ser un aprendiz de brujo, este derrumbe estrepitoso del poderío predictivo, amplificado por medios de comunicación dominantes, involucrados de singular manera a lo largo de todo el proceso de medición, nos deja perplejos y sin fingido asombro.
Si el rango de error, admitido como factor inherente a la propia metodología, se ubica en rango de 1.5 a tres puntos porcentuales, es entendible que duplicar estos dígitos, o peor aún, triplicarlos, sí es motivo de alarma sobre la precisión del diseño de la muestra de base elegida y/o sobre la construcción de preguntas pertinentes que captan la percepción de los electores en potencia encuestados. La información de origen proviene de aquí y no de otra parte.
El problema, a mí así me lo parece, se origina en la decisión de mantener constante e invariable el mismo modelo aplicado al inicio, durante el proceso y al término de los tiempos electorales; a pesar de que hubo factores sociales, políticos y coyunturales incidentes en ese continuum de la contienda; que al final demostraron ser verdaderos puntos de quiebra de los supuestos originarios de los que se partió, al inicio de la contienda.
La consistente invocación de Peña Nieto, con años de anticipación, como seguro contendiente a la presidencia, previno a sus posibles adversarios sobre la estrategia a seguir para contrarrestar ese ánimo favorable a su nominación, ya no digamos a su elección triunfante.
El registro consistente del segmento de los indecisos que acompañó el juego de las estadísticas, ponderaba una masa sustantiva, entre un 17 a 20 por ciento; el papel propagandístico protagónico de las dos empresas televisivas de más alto rango en el país; y la resonada opinión publicada acerca de la magnitud supuesta de los dineros invertidos para la promoción de imagen de los candidatos contendientes, especialmente del líder en la contienda; dieron pábulo a la sospecha.
Se añade la constante arremetida de AMLO con su credo confesado de la “imposición” supuesta de EPN. Elementos de un coctel de efectos inciertos; y ciertamente influyente en el sesgo final de los resultados.
Aunado a lo anterior, hay que dar carta de ciudadanía a los incidentes efectivamente ocurridos en el curso de las campañas: el desliz memorioso de EPN en la FIL de Guadalajara; sus gazapos de pronunciación en la lengua inglesa, que causaron trending en la red digital; la inédita impugnación en contra de su persona por estudiantes, en las instalaciones de la Universidad Iberoamericana; el descrédito social e intencionalmente extendido contra la marca del partido PRI; la súbita recuperación de AMLO –que rebasa a la candidata del PAN– en las preferencias, después de que supo arropar mordazmente la impugnación del importante sector juvenil que, además de manifestaciones en la vía y espacios públicos se subió a la red digital y colgó innumerables eslogans de rechazo a la persona del candidato líder; un twiteo inclemente que aún sigue graznando su repudio sistemático. Y, finalmente, el cierre de película de AMLO que acortó las distancias en los resultados electorales oficiales, aunque todavía distante de EPN con cerca de 7 puntos porcentuales y más de 3 millones de votos contantes y sonantes.
Todo ello se aglomera y a modo de pesa pendular saca a la medición de su punto de equilibrio. Pero crea un eslabón perdido en la cadena de sucesos. Lo que propicia el arribo del movimiento progresista, derrotado en las urnas, a un estado mesiánico que esgrime códigos de pureza e indignación ética contra la corrupción esencial de la vida política mexicana y dan base para increpar proféticamente a quienes portan esa marca de la bestia; haciendo la sutil infiltración, de persuadir a las masas, sobre la ya profetizada imposición de EPN, por los poderes fácticos enquistados en el núcleo dominante de la oligarquía nacional.
La promesa es tentadora: limpieza de la elección, presidente interino, elecciones de segunda vuelta (cuesten lo que cuesten) –aunque no exista tal supuesto por ahora– en nuestra norma normante que es la Constitución Política. Exaltando, obviamente, la figura del obrador del milagro, el nigromante. Todo en aras de que no llegue a su toma de posesión el candidato triunfante emergente del proceso electoral que sí está estipulado en la norma positiva de nuestra nación y democracia en ciernes.
“Destitución o si no revolución” es el verdadero eslogan callejero que hace relamerse el bigote al liderazgo del movimiento progresista coaligado; para erigirse en una especie de nueva “moral dominante”, ya no de las derechas como ocurrió en los Estados Unidos con Reagan y después cayó estrepitosamente en escándalos sexuales y maritales; sino de las izquierdas reivindicadas no por mérito, sino la supuesta suciedad de los otros. Sumatoria de indicios, invisibles, no cantados por los pronósticos de las encuestadoras.
Yo perfilé, en anteriores entregas, el indicio de un complejo de Edipo con ruptura generacional, sí, pero no de clase social, que brota del odio acervo capaz de matar simbólicamente al padre dominante; el indicio de la fábula de “El Gallo de Oro” de Pushkin que, por desmesurado reclamo del mago actuante, termina con su muerte y la del rey, que trágicamente fenece por el pico de su amuelo de oro; el indicio de la desconfianza que genéticamente corroe el ADN del alma mexicana. Indicativos todos ellos, sí, del eslabón perdido durante las mediciones, que está a la espera de una explicación plausible.
Resultado: anulación electoral que esconde un relevo ignoto y no pronunciado, sustituir la representación política de la fracción dominante del capital, la financiera en supuesto bloque histórico con el cuarto poder de la comunicación. Ascenso, quizá, de la fracción industrial. Voilá! Un cambio verdadero de juego político, no popular ni democrático. La generación joven merece mejores designios.
