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viernes, diciembre 5, 2025

La justicia en México y la banalidad del mal / Rodrigo Negrete en LJA

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Voy a meterme en un terreno pantanoso. Con toda la evidencia de barbarie que hemos atestiguado en los últimos 10 años que confirma que México dista mucho de ser un país civilizado, resulta peligroso cuestionar el proceso de integración de un vocabulario y un discurso sobre los derechos humanos y la manera como esto se ha concretado en leyes y resoluciones judiciales. Juristas, penalistas, expertos, activistas, se han empeñado, con loables esfuerzos, en una pedagogía dirigida tanto a la autoridad como a la sociedad a este respecto. Dicho sea esto, lo que voy a decir a continuación corresponde a la ubicua e inevitable cláusula del “sin embargo”, y es que la pugna y promoción de los derechos humanos no ha quedado exenta de dos leyes que con frecuencia acompañan a todo propósito transmutado en acción: la primera es la de las consecuencias no intentadas; la segunda consiste en aquella según la cual los medios terminan convirtiéndose en fines, con sus propios imperativos.

Debo añadir también que no soy abogado ni experto en derechos humanos; para un experto le es posible entender y defender una lógica no intuitiva porque, entre otras cosas, la intuición no es infalible (por eso se necesita un experto capaz de razonar más allá de lo que parece evidente). Podemos conceder que la intuición falla en el dominio del conocimiento: en su momento no era intuitivo que la tierra es redonda o que gira alrededor del sol; por su parte, la física cuántica se ha revelado por ser uno de los dominios más retadores de la historia de la ciencia porque es enteramente contraintuitiva. Pero tratándose de asuntos humanos, uno siempre puede cuestionarse si los expertos pueden ir así de lejos y trascender la noción básica de justicia del no experto. El descubrimiento de la última partícula subatómica difícilmente es algo que le concierne a la convivencia ciudadana, pero el crimen, el combate al crimen y la impartición de justicia nos conciernen a todos. Tenemos, por ejemplo, el caso sucedido en Nuevo León el 3 de febrero, donde el juez segundo penal en Monterrey ordenó la libertad de cuatro acusados de plagiar y asesinar al empresario Damián González del Río en el 2012. Pese a que los plagiarios ya habían sido sentenciados con penas de hasta 90 años en instancias previas, sus abogados apelaron y se salieron con la suya frente a la comprensible indignación de los neoleoneses (“Advierten en NL: se vaciarán penales”. Reforma, 8 de febrero).

La razón del fallo fue que no se cumplió con el debido proceso en este caso porque la policía tardó más de tres horas en presentar a los sospechosos ante el Ministerio Público. Por su parte, fiscales consultados por el diario Reforma temen liberación de más criminales cuyas pruebas hayan sido bajo la figura de arraigo, misma que la Suprema Corte declaró inconstitucional en 2014 y con efecto retroactivo, según esto por ser una flagrante violación de los derechos humanos: detener a alguien para investigarle, en vez de detenerle como resultado de una investigación.

Es así que aun contando con la confesión del inculpado, incriminación de cómplice o cómplices, testigos, haberse reunido pruebas de que conocía a la víctima, que estuvo en el lugar y hora, además de establecerse el motivo, etc., no importando, pues, que se reúnan éstas y más pruebas abrumadoras en su contra, si éstas fueron recabadas mientras estaban bajo arraigo, los inculpados pueden quedar libres, no importando incluso que el arraigo fuera un proceso legal en ese entonces, porque tratándose de derechos humanos aplica la retroactividad del pronunciamiento de la Suprema Corte.

Se establece entonces la cadena de razonamientos: el arraigo viola el debido proceso y al hacerlo viola los derechos humanos. La secuencia parece hasta elegante, pero tal pareciera que al juez que libera a los secuestradores se le escapa lo que es obvio para el resto de la sociedad: que pueden no ser verdades excluyentes que los liberados sean efectivamente culpables más allá de irregularidades en el proceso; que impartir justicia no fue su propósito sino sólo servir a un criterio; que a la justicia la fagocita enteramente la noción de debido proceso y, como el debido proceso no aplica a la víctima sino a los victimarios, todo indica que la lógica es hacer del juez garante y protector de los derechos humanos de éstos, no de aquélla. Bajo semejantes asimetrías entre, por una parte, una procuración de justicia imperfecta (Ministerio Público) que no está a la altura del encumbrado principio de debido proceso y, por la otra, que la única cuestión de derechos humanos que se activa en la práctica es la de los perpetradores, la balanza se inclinará fatalmente del lado de estos últimos.

Estamos viendo que, el debido proceso, de medio se convierte en un fin en sí mismo, la cual le acompaña además una metafísica: no puede haber verdades por fuera del debido proceso. El único criterio de verdad es el que éste establece (verdad jurídica, que no tiene que ver con el uso corriente de la palabra verdad). El debido proceso se entroniza como un dominio absoluto y autosuficiente y el juez no debe mirar más allá, vaya, ni siquiera preocuparse por las implicaciones o consecuencias de lo que resulte. El debido proceso lo es todo: es EL TODO.

Esta entronización de un medio que debiera ser un fin, es un reflejo de una concepción de la ley y de su interpretación, que pareciera seguir los principios de una ética de imperativo categórico (Kant) más que una ética de la responsabilidad (Weber). Una ética de imperativo categórico es aquella que establece que mi regla de actuación no puede transigir con un principio de validez universal: más aún, que los únicos principios morales son los que tienen tal condición de regla universal. No es principio universal tratar a los individuos como medios en vez de fines por sí mismos, porque si todos vemos al prójimo sólo como un medio para alcanzar otra cosa, llegará el momento en el que no se respete la vida de nadie. Los derechos humanos, en cambio, sí pueden formularse como una regla universal, pues no entrañan autodestrucción. Sin embargo un problema del imperativo categórico es que no concibe que en la fea y terca realidad se pueden dar conflictos de valores: si un individuo intenta matar a otro y la única manera de detenerlo es matándolo, ¿debo hacerlo? ¿O debo arriesgar la vida de alguien bajo mi cargo al ordenarle que salve a un tercero? ¿Es moralmente inválida una situación en la que implícitamente establezco que sólo una de las vidas en juego es un fin en sí mismo? El problema del imperativo categórico es recomendar una regla de actuación que no reconoce contexto o circunstancia. A este tipo de ética que pone el acento en la inflexibilidad de un principio de validez universal se le conoce también como ética de la convicción. Se comprende que sea el tipo de visión moral que impere entre los activistas y expertos académicos en los derechos humanos, pero la pregunta es si ese tipo de enfoque es el que debe moldear la ley y su interpretación, y es que las paradojas en las que puede desembocar pueden ser monstruosas cuando un juez se convierte en un autómata de un principio abstracto.

En contraste con este tipo de ética, el sociólogo alemán Max Weber formuló, en 1919, lo que se denomina ética de la responsabilidad, que obliga a mirar hacia las consecuencias más allá de los principios en juego. Max Weber entendía que tal ética corresponde a una esfera de acción particular, la del Estado, y, por ende, la de quienes operan y toman decisiones en nombre de otros a quienes protegen. Al actuar en un mundo imperfecto, con frecuencia desde la esfera del Estado debe optarse por el mal menor en la palestra. Se pudiera entender que los principios sean el primer plano que ocupe todo el horizonte moral cuando me conduzco como un individuo privado, pero como alguien al servicio del Estado debo mirar más allá; por ello, entre otras cosas, puedo aplicar la fuerza si es necesario. La regla de actuación cuando lo que hago tiene implicancias de orden colectivo no puede ser entonces la misma que en la esfera privada. Un santo, religioso o laico nunca será servidor público y no porque la cosa pública ensucie -que es lo primero que pensamos en México-, sino porque ahí los principios de actuación, incluso en un sentido normativo, deben ser otros que la devoción incondicional a un principio.

Para el imperativo categórico, proyección de la ética individual en lo público, el debido proceso, indisociable de los derechos humanos, termina siendo un fin en sí mismo; para la ética de la responsabilidad no tiene tal aura; es un medio para llegar a la certeza jurídica pero no es, en sí mismo, la justicia.

Pero si el debido proceso es además El TODO que determina la actuación judicial, tenemos otro problema. Una híper burocratización de la actuación del juez, quien se convierte en una especie de crítico del Ministerio Público bajo los más abstrusos criterios; un tecnócrata de la justicia con anteojeras deliberadamente diseñadas para no ver ni a los inculpados ni a las víctimas, y autorizado a no hacerse preguntas sobre las consecuencias de su veredicto. Es aquí donde aplica lo que Hannah Arendt en 1962 llamó la banalidad del mal, cuando presenció los juicios del nazi Adolf Eichmann, secuestrado en Argentina -a donde huyó- por los servicios de la inteligencia Israelí y trasladado a Jerusalén. Eichmann no fue un nazi que enfrentó la Segunda Guerra Mundial desde las trincheras, sino desde su oficina. Su labor era coordinar el arresto, concentración y traslado de los judíos en Hungría a campos de exterminio con la precisión cronométrica que demandaba el sistema ferroviario del centro de Europa. Para tal tarea se necesitaba a alguien maniáticamente ordenado y meticuloso, pero incapaz de preguntarse o problematizar sobre el sentido de lo que estaba haciendo. Un individuo ordinario que se asumía sólo como un engranaje de un mecanismo y, lo terrorífico -y este es el punto de Arendt-, es que para infligir un daño atroz no se necesita ser un monstruo. Se puede generar un sistema fatal operado por sujetos con características no más anómalas que las del vecino de al lado.

Es cierto que estamos hablando de un sistema y una maquinaria diseñado para un fin maligno en el caso Eichmann. Pero la cuestión aquí es que también se pueden generar sistemas de consecuencias nefastas bajo principios abstractos y sublimados que, sin proponérselo, propician un alejamiento de las nociones más intuitivas de justicia y descargan de responsabilidad individual (esto es, el hacerse cargo de las consecuencias de su actuación) a quien sólo se ciñe, al dedillo, a los estándares de un proceder. Más corrosivo que el crimen mismo, es propiciar un sistema en el que un juez está exento de preguntarse por las implicancias de su veredicto, pues su asunto es el debido proceso, no la realidad que antecede y sucede a tal proceso.

Los grandes principios también pueden destruirse a sí mismos y hay un daño autoinfligido en estos años oscuros por los que nos ha tocado atravesar. Debe haber un reconocimiento autocrítico a tiempo antes de que suceda una reacción terrible y sin reversa. Si en un país como los Estados Unidos, con su capacidad enorme de generar conocimiento, con su democracia añeja y sus instituciones sólidas, se está dando el fenómeno Trump como respuesta a los excesos de lo políticamente correcto, no quiero imaginar en México el tipo de reacción que termine generando el fracaso exponencial de una impartición de justicia que ha extraviado el cable a tierra -y esta vez no atribuible a razones añejas, sino nuevas-.

 

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