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viernes, diciembre 5, 2025

Encuentro con un libro / Octavio Arellano en LJA

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No sé por qué tengo el complejo de que al saltarme una página o un párrafo, me convierte en un hipócrita para continuar leyendo el libro.

El encuentro con los libros se puede dar en cualquier lugar, la relación cobra vida cuando se encuentran por primera vez el libro y el lector, ahí,  impacientes uno del otro.

Después de un breve coqueteo, el lector toma el texto por el lomo (siempre de disímil tamaño). Percibe ese olor a libro nuevo o bien, a polvo que no irrita porque es propio de la textura de los libros, lo sacude con la mano y se decide a emprender una aventura desconocida.

Lo observa una vez más atento o distraído, pero el encuentro ya está dado, de alguna u otra forma, el libro, inmóvil, ahí sobre sus manos, le intenta explicar que tiene algo qué contarle; el lector hojea a la vista de algunos capítulos o algunas páginas y comienza a imaginar infinidad de cosas, busca algún pretexto antes de comenzar a leer, porque a la vuelta de la primera página no hay vuelta atrás.

Se encuentra con la primera frase: “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo”. O bien  “Era un día gélido de abril; las manecillas de los relojes marcaban las trece horas.” Y procura decirle al libro con un respiro profundo y largo, que no lo vaya a decepcionar, y a cambio le dará unas horas o incluso algunos días de profunda relación, pero a veces el lector es polígamo y trae otros libros consigo, para darse cuenta de que finalmente no está solo.

En este diálogo de vida que se presenta entre el libro y el lector, aquél hace que éste pase por sus páginas, le cree, lo ilusiona, le causa malestar, lo indigna, lo incita, alegra o entristece, y le regala de un renglón a otro, miles de emociones encontradas entre sí. El libro  intenta decir de muchas maneras que Cayo Plinio tiene razón al haber dicho que “los libros, por muy malos que sean algo de bueno tienen”.

Cuando el lector abandona al libro y lo deja por ahí, sobre el librero, la mesa o el cajón, e incluso se aleja de él por días, éste le observa pasar diciendo que lo abra, le hace guiños como decía  Alfonso Reyes o muecas con su portada inmóvil: ¡No me vas a leer!, parece reprocharle, pero el lector  lo ignora esperando tener tiempo para hacerlo: –¡Siempre hay tiempo!- le recuerda el libro; “hay tiempo hasta para perder el tiempo y tú sigues sin abrir mis páginas.

Cuando por fin el lector regresó al libro, lo degusta, lo goza y justo en el momento en que está por concluirlo, le causa irremediablemente una extraña tristeza, pero el lector tiene la esperanza que pronto irá a parar a unos nuevos ojos y a nuevas manos para entablar una nueva relación; por su parte, el lector buscará un nuevo libro, con ello va a demostrar que aprendió la lección de que esa unión amorosa entre libro y lector es, sin duda, una de las relaciones amorosas más gratificantes.

tavoarellano@gmail.com

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