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viernes, diciembre 5, 2025

Historia sin fin

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"Al periodismo no le compete la eternidad. Son suyos los minutos milenarios. Ubicuo, su avidez por saber y contar no tiene medida, maravilla del tiempo”. Julio Scherer García. El oficio de periodista, 3 de abril de 2002, en la ciudad de Monterrey, Nuevo León (México), al recibir el Premio Nuevo Periodismo Iberoamericano de Gabriel García Márquez. 

Tal como en los antiguos escudos heráldicos, hace un año se
inscribió el lema que representa a este diario: “Porque alguien tiene
que decirlo”. Su palabra se hace voz bajo el imperativo de que alguien
tiene que saber y contar, sin restricción ni medida. Cuando expresé mi
deseo de escribir como colaborador de La Jornada Aguascalientes, al
Lic. Jorge Álvarez Máynez, nunca pensé que en la sección de opinión,
habría de colaborar junto a un elenco de cuarenta y dos compañeros de
los más disímbolos y plurales quehaceres, profesiones, filiaciones o
militancias. Quizá porque recordaba algunas anécdotas contadas de viva
voz, por mi maestro y amigo el Padre Miguel Concha Malo, sobre los
momentos fundacionales de La Jornada, México. En los años setentas,
México se había desperezado de una modorra postrevolucionaria cuyo
timbre de alarma sonó en la ya memorable década de los inconformistas y
liberales sesentas. El periodismo buscaba su palabra.

El año 1984, la noche del 29 de febrero en un salón del Hotel de
México, nació La Jornada. No había por entonces en el país –salvo las
excepciones de Proceso, el Unomásuno y algunas publicaciones
marginales– medios realmente independientes del poder. Una red de
complicidades, sumisiones y conveniencias, hacía la prensa una parte
orgánica del régimen. En la madrugada del 19 de septiembre de 1984
salían de las máquinas los primeros ejemplares de la edición número uno
(Carmen Lira Saade, “La sociedad en el espejo de las princesas”).

Por vez primera, veíamos convivir y departir a intelectuales de
acendrado marxismo –académicos y militantes- con artistas, escritores,
cineastas, arquitectos y poetas de un profundo existencialismo
humanista, con politólogos y economistas de cuño socialdemócrata o
eurocomunismo y sí, curas que se lanzaron a la mar de la “teología de
la liberación” reivindicativa y profética de América Latina, desde el
Cono Sur hasta nuestras selvas chiapanecas y del istmo de Tehuantepec.

Evocar aquel momento fundacional de La Jornada y sostener hoy con
las tenazas el carbón encendido al rojo vivo todavía del primer año de
existencia de La Jornada Aguascalientes, suscita emociones que flamean
su energía y que por otro lado se alimentan de fuentes distintas.
Veinticinco años de una labor periodística, cuya maravilla consiste en
haber sobrevivido económicamente al tiempo, y a los temporales
inclementes de un sistema acostumbrado a la uniformidad y a las
complicidades del silencio; pero también en fidelidad a su ideal
democrático de pervivir para saber y contar verdades, pero para que se
digan en voz alta, porque alguien tiene que decirlo.

Aguascalientes también tuvo durante largas décadas un reposado
acomodo para no decir palabras estridentes; el buen gusto se mostraba
en las palabras comedidas que no incomodasen innecesariamente a los
otros, sobre todo aquellos en la escena pública. Por eso mismo, el
nacimiento de un diario que abandera la voz de los sin voz, o la voz de
aquello que –guste o no- tiene que decirse, sorprende por su
impredecible confluencia de voces tan plurales como, en el fondo,
controversiales.

Según versa un adagio antiguo, la Historia nos refuta. Porque es un
hecho que así ocurre y la prueba es que en este mismo medio se vean
convergentes plumas y voces tan disímbolas como plurivalentes, era
quizá la fuerza de la imperiosa necesidad de aprender a hablarse, para
entenderse; de autodefinirse, para poder marchar juntos; de establecer
por fin un diálogo, para saber qué vocación de pueblo queremos ser. De
probar de a de veras el sabor de la democracia, sin epítetos. De no
pretender gritar, para callar la voz del otro. En fin, de construir un
aprendizaje comunitario a la escucha mutua, a no apagar las voces a
balazos, o peor a cañonazos de pesos que compran conciencias.

Esta es la maravilla del tiempo, de la que habla Julio Sherer. Al
periodismo le basta la oportunidad de un minuto, para marcar una vida;
no aspira a ser eterno, pero de su hambre de saber saca el valor para
contar, ya que así es como se construye la vida íntima del hombre y la
vida pública de los pueblos.


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