“A la hora de ponerme a escribir este discurso, teniendo ya delante la primera hoja, aún en blanco, me vinieron a la cabeza unos versitos juguetones, y tan persistentes, que las frases iniciales que yo trataba de elaborar, frases serias, ajustadas a la retórica del exordio, se negaban a cuajar. Decidí entonces hacerles caso a los versitos, que dicen así: soy niño y muchacho, / nunca en tal me vi”. Con esas frases comenzaba Antonio Alatorre su discurso de entrada a El Colegio Nacional. Son, también, las primeras frases que acuden, que deberían acudir, en este momento de luto y despedida.
Pocas personas en este mundo, y cada vez menos, pueden llevar con orgullo un título bien ganado. Hoy, ayer, perdimos a unos de esos pocos, de esos happy few shakespirianos. Si alguien, en este país, podía reclamar, cosa que nunca hubiera hecho, el título de filólogo es, era, Antonio Alatorre.
Alatorre, siempre legible, sin jergas extrañas o, mejor dicho, usando términos técnicos pero sólo cuando la necesidad así lo pedía, y siempre didáctico, no sólo para discípulos sino para todos, y todos aquí es cualquiera que hable el idioma, nos recordó el verdadero sentido de la palabra filólogo. Y lo hizo precisamente porque, cumpliendo el adagio latino, nada de lo humano le era ajeno. Y lo hizo en una obra ya eterna que va de la fortuna eterna de un chiste gongorino, texto erudito y divertido como pocos, a su amado Sor Juana, de las vicisitudes los 1001 años de la lengua española a esa genial explicación de la poesía que es “Nada ocurre, poesía pura”. Y así, libros y libros, artículos y más artículos, demasiados para ser enumerados en un texto que la brevedad obliga, que no duermen el sueño de los justos sino la espera de su lector justo.
Y, paréntesis, o nota a pie de página o glosa, ya sólo, aunque nada más hubiese escrito, le valdrían la gloria reservada a los conocedores, a lo introductores, a los que señalan caminos, tres, de entre sus muchas, traducciones: el clásico libro de Batallion, otro filólogo genuino, Erasmo y España, lectura más que obligada de todo aquel interesado en la literatura renacentista en español, el monumental volumen, aunque hay ediciones en dos tomos, de Curtius, Literatura europea y Edad Media Latina que ofrece el que, probablemente o sin él, el mejor e insuperable panorama del nacimiento de las literaturas vernáculas o, aunque más dirigido a especialistas pero amable con el lector, La tradición clásica. Influencias griegas y romanas en la literatura occidental de Highet.
Y, en vida, como lo ha de ser ahora que continuará vivo en las letras, en esas letras que tanto y tanto amaba, ya se le cumplió aquello que pedía: “Quisiera que mi voz fuera lo bastante poderosa para llegar a todos los centros de estudios lingüísticos y literarios del mundo hispánico y lo bastante persuasiva para ser escuchada y ponderada por todos los estudiantes”. Maestro Alatorre, voces como la suya no se apagan nunca, fueron, son y serán aquellas palabras de la tribu, esta tribu hispanohablante que hoy se despide con envidia pero, sobre todo, con un dolor que la admiración atenúa.




