Una influyente tradición intelectual ha explorado el papel disruptivo del arte en la escena política. Asumiendo que la esfera pública está viciada por relaciones de poder inicuas y una falsa conciencia, varias figuras importantes de la escuela crítica de Frankfurt y el postestructuralismo han cuestionado que el debate político pueda siquiera plantearse la meta de llegar a resultados correctos de manera justa. Para esta tradición, el arte tiene la posibilidad subversiva de trastocar el orden del discurso y escapar a su lógica. Sin restar relevancia a las contribuciones de esta tradición, recientemente Vid Simoniti (filósofo e historiador del arte de la Universidad de Liverpool) ha explorado otras maneras en las que el arte puede volverse relevante para la discusión política.
Simoniti reconoce que algunas obras de arte son ‘políticamente discursivas’, es decir, realizan contribuciones a debates concernientes a la esfera pública. Por ejemplo, algunas obras literarias como El cuento de la criada, de Margaret Atwood, abordan cuestiones de interés público como la opresión patriarcal. Simoniti sostiene que este tipo de obras artísticas hacen una contribución sui generis al debate político. En consecuencia, puede contribuir al progreso epistémico en política de maneras que no (siempre) están disponibles para disciplinas teóricas como la filosofía o las ciencias políticas. De este modo, las contribuciones del arte en este terreno pueden situarse a la par del conocimiento que nos proporcionan esas otras disciplinas.
El argumento de Simoniti comienza reconociendo que los métodos de los que se sirve el arte se traslapan con los de disciplinas sistemáticas como la filosofía y la ciencia: se usan experimentos mentales, ejemplos, razonamiento inductivo, motivación de argumentos y aclaración de conceptos, entre otras estrategias intelectuales. En la medida en que esos métodos sean conducentes al conocimiento sobre un conjunto de temas, la práctica que los emplea puede hacer contribuciones al conocimiento sobre esos temas. Así, si tales métodos son conducentes al conocimiento sobre política, el arte puede brindarnos conocimiento sobre temas políticos. Sin embargo, esto no basta para mostrar que dicho conocimiento no sea trivial o que las artes no son “peores a la hora de asegurar el conocimiento que las disciplinas teóricas” (2021: 561). A esto lo denomina Simoniti ‘el problema de la paridad’.
En lugar de sugerir que el arte brinda una clase especial de conocimiento (por ejemplo, experiencial o práctico), insiste en que el arte político a veces busca la misma clase de conocimiento discursivo que las disciplinas teóricas. Sin embargo, en ellas predomina el ‘estilo objetivo’: la disposición mesurada a ofrecer argumentos, mediante afirmaciones claras que apoyan conclusiones específicas, presentado la evidencia de manera ordenada y sistemática, en un tono impersonal, sin florituras, digresiones, ambigüedad u otras propiedades estilísticas similares. Este estilo retórico se privilegia, según Simoniti, pues conviene al estado idealizado de discurso al que deberían aspirar los sujetos razonables: el estado de racionalidad discursiva. Pero dicho estado puede ser contraproducente para criaturas como nosotros, pues da lugar a nuevos obstáculos epistémicos y no logra disipar los que existen. Esto ocurre especialmente en política, donde la evidencia que contradice nuestras creencias más preciadas puede afianzarlas aún más y somos menos críticos con la información consistente con nuestra posición ideológica. Lo que se requiere en esos casos es “un cambio del estilo objetivo a otro modo retórico” (2021: 567).
Como ejemplo de la utilidad de esos ‘cambios de estilo retórico’, Simoniti menciona obras neorabalisianas, que exhiben un menosprecio indiscriminado de posiciones políticas opuestas, como las películas Borat (2006) y Brüno (2009), de Sacha Baron-Cohen, o las series televisivas South Park (1997) y Team America (2004) de Trey Parker y Matt Stone. En un espacio político polarizado en el que somos vulnerables al ‘efecto contraproducente’ y menos críticos con nuestras propias convicciones ideológicas, este tipo de sátiras puede ‘relajar’ nuestra identificación con un campo político, permitiéndonos “recalibrar la capacidad crítica necesaria para el procesamiento adecuado de argumentos y pruebas” (2021: 569). Asimismo, existen obras aumentan la visibilidad de grupos sociales oprimidos y culturalmente subrepresentados. Por ejemplo, la serie Pose (2018), que presenta a personas de color de la comunidad LGBTQ, en Nueva York de la década de 1980. Al presentarnos el destino de personajes individuales, obras como esta son capaces de evitar la esencialización: la “tendencia a explicar toda la persona de alguien (…) por referencia a un tipo al que se percibe que pertenece” (2021: 569). Esto resulta complicado para el discurso en el estilo objetivo, que no se concentra en contemplar a los individuos en su carácter distintivo.
Lo que casos como estos muestran no es que haya tipos de conocimiento exclusivos del arte, ni que debamos abandonar en el terreno político la búsqueda de conocimiento sistemático. Más bien, ofrece posibles correctivos a través del arte a las insuficiencias del estilo objetivo para tratar temas de relevancia pública. Aún así, es importante reconocer que el arte puede “crear obstáculos epistémicos además de ofrecer recursos” (2021: 571). Ante estas situaciones, Simoniti concibe a la crítica (desde dentro y fuera) del arte como una forma de debate análogas a las objeciones y contraargumentos, lo que asimila aún más a esta práctica con el resto de nuestra empresa cognitiva.
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